Por Alfredo M. Vitolo
Hace 25 años, poco más de cinco años después de la
reforma constitucional de 1994, publiqué un artículo señalando que el nuevo
texto constitucional exigía que la ciudad de Buenos Aires tuviese su propio
poder judicial pleno, con potestad sobre el juzgamiento del derecho de fondo,
tal como lo que ocurre en las provincias. A estos fines, sostenía, era
necesario instrumentar mecanismos para que las hasta entonces —y hasta hoy—
competencias de la justicia nacional con asiento en la Ciudad de Buenos Aires,
fuesen traspasadas a la órbita de la Ciudad
[1]
.
Es cierto que la reforma de 1994 no creó en el territorio
hasta entonces federal de la ciudad de Buenos Aires una nueva provincia. No fue
esa la voluntad del constituyente. Por ello, la ciudad de Buenos Aires, “ciudad
constitucional federada”
[2]
, no tiene facultades
residuales, a pesar de lo que dice su Constitución
[3]
. La Ciudad, a diferencia de las provincias, tiene una
autonomía conferida, sólo posee aquellas facultades autónomas que el
constituyente nacional resolvió otorgarle. No obstante, esta concesión es
extremadamente amplia: la Ciudad de Buenos Aires tiene “facultades propias de
legislación y jurisdicción” como señala el artículo 129 de la Constitución
Nacional. El constituyente de 1994 sólo estableció una limitación a esa
autonomía: una ley del Congreso preservaría los intereses de Estado Nacional
mientras la ciudad de Buenos Aires fuera capital de la Nación con la finalidad
de evitar que se repitieran los conflictos previos a 1880 y que enfrentaron al
presidente Nicolás Avellaneda y al gobernador de la provincia de Buenos Aires,
Carlos Tejedor, en una situación en donde las autoridades nacionales eran poco
más que invitados en el territorio provincial.
Cualquiera sea la regla interpretativa que se utilice, es
claro que no es posible interpretar la cláusula del segundo párrafo del
artículo 129 de la Constitución como habilitando al Congreso Nacional a fijarle
a la Ciudad de Buenos Aires ámbitos de autonomía
[4]
. No es el Congreso quien da la autonomía a la Ciudad, sino
que esta viene otorgada directamente por la Constitución, y el Congreso sólo
podría reservar a la Nación facultades que guardaran relación con la necesidad
de permitir al gobierno federal cumplir con sus competencias constitucionales
[5]
.
Así, las leyes conocidas por los nombres de sus
principales postuladores, Cafiero y Snopek
[6]
, en cuanto reservaron a la órbita de la Nación —sin dar
razones que justifiquen tal decisión—, entre otras competencias, la Justicia Nacional
en el territorio de la Ciudad, sólo pueden entenderse en clave constitucional
si se las considera como reglas “excepcionales y transitorias” en el marco de
“las exigencias del proceso de transición iniciado con la reforma de 1994”, tal
como señaló la Corte Suprema, tempranamente, en el caso “Gauna”
[7]
.
En este sentido, no es un dato menor destacar que la
disposición transitoria décimo quinta de la Constitución estableció que: “Hasta
tanto se haya dictado el Estatuto Organizativo [de la Ciudad de Buenos Aires]
la designación y remoción de los jueces de la ciudad de Buenos Aires se regirá
por las disposiciones de los arts. 114 y 115 de esta Constitución”, dando a
entender claramente que, a partir de entonces, ellos serían designados conforme
el mecanismo que previera la norma local, reforzando el alcance de la autonomía
otorgada a la Ciudad en lo relativo al Poder Judicial.
Desde hace tiempo, la Corte Suprema viene señalando y
reclamando la necesidad de que se complete el proceso de traspaso de las
competencias judiciales nacionales a la Ciudad. Así lo dijo en el caso “Zanni” de 2010
[8]
, reiterándolo en los casos “Corrales”
[9]
, “Nisman”
[10]
,“José Mármol”
[11]
y “Bazán”
[12]
.
El caso “Levinas”, resuelto en
diciembre de 2024, que dispuso que el Superior Tribunal de Justicia de la
Ciudad deba ser considerado el “superior tribunal de la causa” —conforme lo
dispuesto por la ley 48— a los fines de la interposición de los recursos
extraordinarios ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación en las causas en
trámite ante los tribunales nacionales
[13]
, no puede sino entenderse como un eslabón más de esa
cadena de decisiones adoptadas por el máximo tribunal con diferentes
composiciones.
Ni bien se dio a conocer la decisión de la Corte Suprema,
se produjo lo que no dudo en señalar como una verdadera “rebelión judicial”,
particularmente ante la pretensión inequívoca del tribunal de que la doctrina
sentada en su decisión fuese seguida por la totalidad de los tribunales
nacionales en los casos en trámite.
De inmediato, las Cámaras Nacionales en lo Civil
[14]
,Comercial
[15]
, Laboral
[16]
y Penal
[17]
emitieron decisiones cuestionando duramente el accionar
de la Corte y señalando que no acatarían su jurisprudencia —más allá de
aquellos casos en donde se ordenara, en concreto, abrir el recurso ante el
Tribunal Superior de la Ciudad de Buenos Aires—, negando así el efecto
expansivo de la decisión. A su vez, la Procuración General de la Nación —quien
había dictaminado en contra de lo resuelto por la Corte
[18]
—, solicitó a esta que demorase la vigencia de su
sentencia, reiterando los argumentos vertidos anteriormente
[19]
.
Estoy convencido, por las razones que ya expresé en los
trabajos anteriores, que las argumentaciones que realizan los jueces de los
diferentes fueros nacionales criticando la decisión resultan erradas
[20]
. Sin embargo, no es este el tema de este trabajo, que
pretende analizar el impacto que las decisiones de las Cámaras de Apelaciones tienen
sobre el sistema constitucional y, particularmente, sobre los derechos de los ciudadanos
que recurren diariamente a los tribunales en búsqueda de solucionar sus
controversias ante un tercero independiente e imparcial.
En mi opinión, lo resuelto por las diferentes cámaras de
apelaciones constituye un verdadero alzamiento contra la decisión de la Corte
Suprema que, no solo resulta contrario a derecho,
sino que afecta gravemente los derechos de los ciudadanos quienes advierten,
atónitos, que sus reclamos se verán postergados en meses (o quizás en años),
producto de una pelea de egos, con notoria afectación de su derecho a obtener
una sentencia en tiempo razonable.
Es que, desde la óptica de los ciudadanos, poco importa
quien tiene razón en la discusión, la cual puede ser —de hecho lo es—, muy
interesante académicamente, pero poco útil para la resolución de los conflictos
de los ciudadanos.
Tal vez sea correcto lo que señala el voto disidente de
Carlos Rosenkrantz en cuanto a que hubiera sido necesario esperar los acuerdos
políticos. Tal vez sea adecuado criticar la desidia de los restantes poderes
(federales y locales) en buscar tales acuerdos; tal vez la sentencia de la
Corte Suprema pueda tildarse de inoportuna, y de no fijar una dinámica progresiva
con relación a lo que decidió. Incluso podría ser que la postura de las Cámaras
fuese la interpretación correcta de la Constitución y que la decisión de la
Corte Suprema resulte errada y carente de fundamentación en derecho
[21]
. Sin embargo, todo ello, frente al caso, resulta
absolutamente irrelevante. como dice el refrán: Roma locuta, causa finita.
En todo sistema estructurado en diversos niveles
jerárquicos el superior es quien tiene la última palabra, aún errado. Como
expresara el juez Robert Jackson de la Corte Suprema de los Estados Unidos, “no
somos la última palabra por ser infalibles, pero somos infalibles por ser la
última palabra”
[22]
. En un sistema ordenado, es indispensable que, ante una
discrepancia, alguien tenga la decisión final, con o sin razón. Aún no estando
de acuerdo con ella, la decisión final debe acatarse, ya que de lo contrario
desaparece el estado de derecho y, con él, las garantías individuales. La
seguridad jurídica así lo requiere.
Como ha señalado desde antiguo nuestro máximo tribunal, “Acertadas
o no las sentencias de la Corte Suprema, el resguardo de su integridad
interesa fundamentalmente tanto a la vida de la Nación, su orden público y la
paz social cuanto a la estabilidad de sus instituciones y, muy especialmente, a
la supremacía de la Constitución en que aquéllas se sustentan”
[23]
.
Y por eso, considero que la respuesta de la justicia
nacional a la decisión del máximo tribunal de la Nación es un alzamiento contra
el sistema constitucional. Su decisión de desconocer lo resuelto por la Corte
Suprema no es solo una discrepancia académica, sino que impacta directa, y
negativamente, en el normal servicio de justicia.
Si la decisión del superior fuese un despropósito, el
derecho brinda la solución a través del proceso de enjuiciamiento a el o los jueces por los procedimientos constitucionalmente
previstos ante el manifiesto mal desempeño que importaría su decisión. No hay
otra solución: o se acata lo resuelto, o se da inicio al proceso de acusación
constitucional. No existen términos medios.
No puede olvidarse que todos los jueces, de todas las
instancias, no actúan en un vacío. Sus decisiones no son producto solamente de
sus convicciones académicas o técnico-jurídicas. Los jueces de todas las
instancias no pueden dejar de advertir que son funcionarios públicos que
cumplen un rol institucional en beneficio de sus mandantes, los ciudadanos. Lo
resuelto por las Cámaras en respuesta a la decisión de la Corte deja a los
ciudadanos litigantes en un papel secundario de atónitos espectadores de una
lucha argumentativa y una puja de poder que les resulta totalmente ajena, que
no resuelve su necesidad de justicia y que viola abiertamente sus derechos.
Los ciudadanos que recurren a los tribunales terminan
siendo rehenes de esta pelea de egos. Como ya señalé, poco importa quien tiene
razón, si la Corte o si las Cámaras: lo necesario es brindar una respuesta
oportuna a los ciudadanos y resolver sus conflictos.
Como se ha señalado desde siempre, el acatamiento de lo
resuelto por el superior en nada impide a que el inferior deje a salvo su
posición contraria, salvando así las discrepancias
y permitiendo la resolución del caso. Tampoco nada impide que los jueces
inferiores rechacen aplicar la doctrina sentada por el superior trayendo
argumentos nuevos, no tratados por aquel. En esto radica la doctrina del
llamado “acatamiento atenuado” del precedente, tal como ha dicho la Corte Suprema
en el caso “Cerámica San Lorenzo”
[24]
hace ya cuarenta años.
Por ello, resultan manifiestamente erradas —e
inadmisibles en el estado constitucional de derecho— consideraciones como las
que realiza la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial, cuando expresa:
“Entre seguir un fallo erróneo del Alto Tribunal y decidir de acuerdo a lo que
juzgamos correcto, elegimos lo último. Si de otro modo fuera, traicionaríamos
nuestra conciencia, resignando a la par el ejercicio independiente de las
magistraturas que ejercemos en nombre del pueblo de la Nación”. No es esa la
cuestión. Más allá de que no es la conciencia del juez lo que está en juego,
sino el derecho del ciudadano a obtener una decisión fundada, el juez puede,
sin traicionar su conciencia, acatar la decisión de un superior, aunque no la
comparta, dejando clara su discrepancia. No aplicar la decisión resulta, en
cambio, un alzamiento contra el orden institucional.
La situación se ve agravada porque, a poco que se
analicen las decisiones de las Cámaras, surge de ellas que no se brindan nuevos
argumentos, sino que las posturas expuestas no hacen sino reiterar argumentos
ya expuestos anteriormente y a los que la Corte brindó respuesta en sus
diferentes sentencias sobre la cuestión. Si argumentos similares a los
expuestos por las Cámaras fuesen planteados por un litigante ordinario, los mismos
tribunales que hoy reclaman los rechazarían con fórmulas clásicas tales como:
“que las expresiones del apelante se limitan a reproducir argumentos ya
tratados por la instancia, sin brindar nuevos argumentos que conmuevan la
decisión adoptada”.
Tal vez el único argumento novedoso que traen las
decisiones de las Cámara podría ser el que sostiene que la mayoría que dictó la
sentencia ya no existe, toda vez que el juez Maqueda se retiró del tribunal
inmediatamente después de la decisión. Sin
embargo, este argumento tampoco conmueve la decisión. Es que no puede olvidarse
que las sentencias de la Corte Suprema se emiten de un modo impersonal
[25]
, y que el cambio de composición de sus integrantes no
constituye una razón para dejar sin otro argumento un precedente anterior. La
seguridad jurídica exige también esa regla.
Nótese el sinsentido de las consecuencias de la decisión
de las Cámaras y los notorios perjuicios que ocasiona a los litigantes: frente
a una decisión de cualquiera de ellas en donde el afectado considere que se dan
los requisitos de fondo para plantear el recurso extraordinario la persona se
ve enfrentada a un dilema cuya solución, en ningún caso, resuelve el conflicto.
En caso de interponer contra la decisión recurso extraordinario —conforme la postura
de las Cámaras— (y asumiendo que la cámara correspondiente lo concediese), al
llegar el caso a la Corte Suprema, esta lo rechazará por no ser esta la vía
adecuada según la propia doctrina del tribunal sentada en su decisión en “Levinas”. El litigante habría entonces perdido la
posibilidad de que la Corte revea la decisión de la cámara por haberse vencido
los plazos para interponer el recurso ante el Tribunal Superior de Justicia.
Si, por el contrario, decidiese seguir la doctrina de la Corte Suprema y plantease
el recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad, la cámara, por
aplicación de la doctrina de sus resoluciones, lo rechazará, obligando al
litigante a ir en queja ante el tribunal máximo local. El Tribunal Superior de
Justicia requerirá a la cámara correspondiente que tramite el recurso, pero esta planteará el conflicto de competencia ante la Corte Suprema
de Justicia, quien resolverá en definitiva ordenar a la cámara que le de curso,
conforme la doctrina sentada en Levinas. Mientras
todo esto ocurre, el ciudadano ve como “el tiempo pasa, nos vamos volviendo
viejos”, como dice la canción, sin lograr que se resuelva definitivamente su
caso. Todo para salvar una cuestión de “conciencia” entre jueces. El costo en
tiempo y recursos que esta pelea representa para los ciudadanos es altísimo. Y
a nadie parece importarle.
No es un dato menor que la imagen pública del Poder
Judicial en nuestro país sea bajísima. Según la última encuesta realizada por Fores, el Foro de Estudios sobre la Administración de
Justicia, junto con la Universidad Di Tella y Poliarquía sobre la confianza de
los ciudadanos en el Poder Judicial
[26]
, sólo un 14% considera que los jueces son capaces y
eficientes, y sólo un 12% considera que puede confiarse en la Justicia desde la
óptica de la honestidad y honradez de sus integrantes.
Ante estos datos, ¿tiene sentido la disputa? Los
ciudadanos necesitan soluciones a sus conflictos, que sus casos sean resueltos
en tiempo oportuno, y no quedar presos de luchas dialécticas o posiciones de
poder. No necesitan ni les importa saber quién, si las Cámaras o la Corte,
tienen razón.
Como señalara hace tiempo Carlos Fayt, “Todo grupo humano
requiere de un gobierno dotado de superioridad, energía y fuerza para imponerle
sus decisiones... [El] incumplimiento de las sentencias dictadas por la Corte
Suprema de Justicia afectan el orden constitucional y dañan el sistema
republicano… Ningún tribunal, nacional o provincial puede desconocer la
legitimidad y validez de sus sentencias u no respetarlas”
[27]
.
En síntesis: Podemos estar o no de acuerdo con lo
resuelto por la Corte Suprema en el caso Levinas.
Pero esa discusión debe quedar en el ámbito del debate técnico y académico. Lo
que es posible, es encerrarse en posiciones dogmáticas que desconocen la
estructura institucional de nuestro país y afectan los derechos de los únicos
por quienes existe el sistema, los individuos y para quien trabajan los jueces.
Una vez que la Corte Suprema sienta su posición, esta
resulta definitiva, y sólo queda acatarla. Cualquier otra solución solo
constituye un artificio que busca proteger egos y espacios de poder. Aún cuando
en apariencia se declame que al negar el cumplimiento de lo resuelto por la
Corte se está defendiendo el Estado de Derecho, en realidad se desconoce la
estructura institucional que pone a la Corte Suprema como cabeza del Poder
Judicial y sólo se perjudica al ciudadano que recurre a los tribunales en busca
de justicia.
Si no aceptamos las reglas del juego, nunca lograremos
recuperar esa confianza en la justicia, indispensable para la salud republicana
de nuestras instituciones.
***
[1]
Vítolo,
Alfredo M., El poder judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, LA
LEY 2000-B, 1213.
[2]
CSJN 2084/2017, Gobierno de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires c/ Córdoba, Provincia de s/ejecución fiscal,
sentencia del 4 de abril de 2019.
[3] Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, art. 1.
[4]
Esta fue la tónica que, con mala fe,
se pretendió imponer en el debate legislativo en donde se trató la cuestión
(ver trabajo citado en nota 1, supra.
[5]
Como sostuvo el diputado Enrique
Olivera en el debate en la Cámara de Diputados de la Nación al tratarse el
proyecto que luego sería la ley 24.588 "el criterio [para establecer el
límite de los intereses a proteger del estado nacional] debe ser funcional,
porque el objetivo de esta iniciativa - en cumplimiento de lo que establece la
Constitución Nacional - es preservar las funciones de gobierno de la Nación
mientras la capital federal resida en la ciudad de Buenos Aires. En verdad, la
pregunta debería haber sido: ¿qué funciones debe ejercer la Nación en la ciudad
y qué garantías necesita?" (Cámara de Diputados de la Nación, Diario
de Sesiones, sesión del 21 de septiembre de 1995, p. 4379).
[6]
Leyes 24.588 y 24.620 (Adla, LV-E, 5921; LVI-A, 56).
[7] CSJN, Gauna, Fallos 320:875 (1997).
[8]
CSJN, Zanni,
Fallos 333:589 (2010).
[9]
CSJN,
Corrales, Fallos 338:1517 (2015).
[10]
CSJN, Nisman, Fallos 339:1342 (2016).
[11]
CSJN, José Mármol, Fallos 341:611
(2018).
[12]
CSJN, Bazán, Fallos 342:509 (2019).
[13] CSJN, Expte. 325/2021/CS1, Ferrari, Maria Alicia c/Levinas, Gabriel s/incidente de competencia, sentencia del 27 de diciembre de 2024.
[14]
Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil,
en pleno, Cavero, Claudia Marcela y otro c/Obra Social de los Empleados de
Comercio s/ daños y perjuicios” y “Peña, Alicia María c/Peña, Carlos Alberto y
otros s/Impugnación/Nulidad de Testamento, sentencia del 11 de febrero de 2025.
[15]
Cámara Nacional de Apelaciones en lo
Comercial, en pleno, Competencia del T.S.J. de C.A.B.A. para revisar sentencias
dictadas por una Sala de esta Cámara Nacional de Apelaciones (C.S.J.N. in re
“Ferrari, María Alicia c/Levinas, Gabriel Isaías s/ incidente
de incompetencia‟ –Comp. C.S.J. 325/2021 CS 1-) s/autoconvocatoria a plenario (art. 302 C.P.C.C.)” (Expte. S. 49/25),
sentencia del 20 de febrero de 2025.
[16]
Cámara Nacional de Apelaciones del
Trabajo, en pleno, Resolución de Cámara Nro. 4 del 12 de febrero de 2025.
[17]
Cámara Nacional de Apelaciones en lo
Criminal y Correccional, acuerdo general del 12 de febrero de 2025.
[19]
Oficio del 31 de enero de 2025 dirigido
al presidente de la Corte Suprema, disponible en https://www.fiscales.gob.ar/wp-content/uploads/2025/01/Oficio-suspension-fallo-Ferrari-c-Levinas-31-eneFDO.pdf
[20] Vítolo, Alfredo M., La sentencia de la Corte Suprema en el caso “Levinas”: rompiendo el nudo gordiano (¿o abriendo la Caja de Pandora?), ElDial, DC358C.
[21]
Téngase en cuenta que no hay
disidencias en la Corte Suprema acerca de la necesidad del traspaso de la
justicia nacional al ámbito de la Ciudad, sino solo en cuanto a la cuestión de
si la Corte puede avanzar en moderar las consecuencias del no traspaso por la
falta de acuerdos políticos.
[22] Corte Suprema de los EE.UU., Brown v. Allen, 344 U.S. 443 (1953).
[23] CSJN, Simón Mattaldi, Fallos 205:614 (1946).
[24]
CSJN, Cerámica San Lorenzo, Fallos,
307:1094 (1985).
[25]
Código
Procesal Civil y Comercial de la Nación, art. 281.
[26]
Fores, Foro de Estudios sobre la Administración de
Justicia, Universidad Torcuato Di Tella, Poliarquía Consultores, Indice de Confianza en la Justicia, mayo
2025, disponible en https://foresjusticia.org/2025/06/25/indice-de-confianza-en-la-justicia-mayo-2025/icj-completo-mayo-2025/.
[27] Fayt, Carlos S., El efectivo cumplimiento de las decisiones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación: la fuerza imperativa de sus pronunciamientos, La Ley, 2007, Proemio.