Alberdi Abogado

Por Alberto F. Garay



La Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires me invitó a exponer sobre la figura de Juan Bautista Alberdi, circunstancia que me generó una doble gratificación. En primer lugar, porque Alberdi fue una de las mentes más lúcidas de su tiempo. Lucidez que aflorará también en una faceta menos conocida de su vida como lo fue su actuación profesional como abogado. Adentrarnos en sus escritos nos permite conocer algunas de sus estrategias, los argumentos que empleó, su estilo y su versación en cada uno de los temas que abordó.  Acceder a ellos agiganta su figura y nos proporciona una idea de la desmesura de su aporte. Intento compartir lo importante que resultó en su formación el haber ejercido como abogado, lidiar con situaciones reales en conflictos concretos, aportando razonamientos jurídicos que se adelantaron en el tiempo y que mucho tiempo después vinieron a erigirse en doctrina judicial. Planteos inteligentes son la base de mejores fallos.  Todo eso durante una etapa fundacional de nuestro país que Alberdi supo complementar -en el exilio que se impuso- con su actuación en fueros extranjeros. En segundo lugar, porque fui invitado a exponer en la misma Casa donde junto a tres jóvenes abogados me tocó recibir el Premio Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires Año 1990.

         Alberdi fue una persona brillante, compleja, intelectualmente muy prolífica, sobre cuya obra y personalidad se han derramado ríos de tinta. Su espíritu inquieto lo impulsó a escribir desde muy joven, bien que no de Derecho, precisamente.  El joven Alberdi, nacido en 1810, alternó sus estudios secundarios -interrumpidos entre 1825 y 1826- con tareas menores como empleado de comercio. Para ese momento Alberdi ya era huérfano de padre, que murió cuando tenía 12 años, y de madre, quien falleció a poco de darlo a luz. Parece que no era muy afecto al esfuerzo intelectual que el Colegio le reclamaba y detestaba la severidad de los castigos disciplinarios que allí se impartían. No obstante, en el año 1827 retomó los estudios, merced a una beca que le gestionó el Gobernador de Tucumán en el Colegio de Ciencias Morales, donde había cursado sólo el primer año. Luego se entregó a las tertulias y los placeres musicales y mundanos, incursionando en la escritura de algunas canciones y piezas de salón. Entre sus primeras obras de juventud -contaba con 22 años y corría el año 1832- se encuentra una titulada El espíritu de la música a la capacidad de todo el mundo y otra llamada Ensayo sobre un método nuevo para aprender a tocar el piano con la mayor facilidad, obra esta última que remitió a Vicente López y Planes y a Bernardino Rivadavia. Ambos ponderaron esa iniciativa. Esa obra fue rescatada unos años más tarde por otro gran hombre, Domingo F. Sarmiento, quien en 1839 la impuso como texto básico en el Colegio de Pensionistas de Santa Rosa de América para señoritas, que el sanjuanino fundara en su provincia natal.

               El joven Alberdi continuó luego cultivando su espíritu como crítico musical en la prensa porteña, extendiendo sus saberes a los vericuetos de la moda. Más tarde, en 1832, ya habiendo culminado sus estudios secundarios, ingresó a la Universidad de Buenos Aires. Pero sus días no transcurrieron aquí pacíficamente, sino que también debió experimentar algunos sobresaltos. El régimen de estudio que allí se imprimía al alumnado era muy intenso y el costo de financiar la carrera hería la magra economía del tucumano, que vivía de beca en beca. Estuvo allí hasta 1833 y al año siguiente, en 1834, habiendo obtenido la reválida de materias en la Universidad de Córdoba, concluyó en ésta sus estudios de bachiller en derecho. Posteriormente, luego de un breve interregno en Tucumán junto a su familia, ingresó a la Academia de Jurisprudencia Teórica Práctica de Buenos Aires, institución que había sido fundada en 1815 a instancia de la Cámara de Justicia de Buenos Aires y puesta al cuidado de Antonio Sáenz, su Presidente, y Manuel Antonio de Castro, su Director. Fruto de los estudios de esta época, que excedieron con creces las lecturas que le imponía la universidad, será su famoso Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho.

         Al año siguiente, en 1838, partió hacia Montevideo, no porque lo persiguieran políticamente sino, más bien, por odio al gobierno de Rosas. Piénsese que a la Academia también se le exigió, por Decreto del gobierno del año 1832, el uso de la divisa punzó con la leyenda “Federación” y que, para esa época ya arreciaban las persecuciones políticas -que afectaban a muchos de sus amigos- los asesinatos y los fusilamientos. (Deben haber sido años muy difíciles, sin duda. En honor a la verdad, no puedo omitir recordar que Alberdi había alabado generosamente a Rosas un año antes, en 1837, en oportunidad de presentar su Fragmento Preliminar al que me referí recién. No obstante, tengo para mí, como piensan algunos historiadores, que esas expresiones lo fueron más por la fuerza de los hechos que por libre convicción. Nada del Fragmento Preliminar servía al propósito de justificar las tropelías del gobierno de Buenos Aires, sino que los principios que allí se enunciaban -poniendo a un lado las expresiones lisonjeras al tirano- servían para su condena. Así se justificó él luego en Montevideo, cuando a poco de llegar, el uruguayo Andrés Lamas, férreo opositor al gobierno de Rosas, se lo reprochó en un opúsculo de ocho páginas.

         En la Banda Oriental permanecerá junto con los exiliados del régimen, hasta el año 1843. Ahí se matriculará como abogado y ejercerá la profesión durante algunos años junto a Miguel Cané padre. Ambos alternarán el ejercicio profesional con artículos y notas de contenido político en el periódico El Nacional.

         En el año 1840, por ejemplo, participará en la defensa penal de Fabio Mainez, exmilitar uruguayo. El caso tenía algunas curiosidades. Mainez había elevado una nota interna al gobierno nacional mencionando que había oficiales que no eran dignos de vestir el uniforme que llevaban. Este párrafo se había filtrado en un artículo del periódico El Constitucional. Uno de los oficiales que se habían desempeñado bajo su mando le pidió que aclarara si él se encontraba implicado entre los que ofendían el uniforme. En respuesta, Mainez se dirigió al editor de El Constitucional y le pidió que publicara los nombres de los oficiales que se habían portado con honor y delicadeza durante el tiempo que habían estado bajo sus órdenes. Seguidamente individualizó a 11 oficiales. Dos días después de publicada la carta fue citado por el juez en lo criminal. Tres oficiales que no habían sido nombrados se consideraron lesionados en su honor y exigían un desagravio.

           Como por ese entonces en Montevideo también se “cocinaban habas”, Mainez era muy crítico de los integrantes del jurado, nombrados por el gobierno depuesto, a quienes acusaba de parcialidad, porque -en tanto instrumento de reacción y venganza política- favorecían a los simpatizantes del partido que los había nombrado.

Pero la publicación, que satisfizo a los que allí se individualizaban, desagradó a tres oficiales que no habían sido mencionados. Esa no mención era razón suficiente para ellos para considerarse agraviados en su honor.

Alberdi hizo su mejor esfuerzo -primero lingüístico y luego, estrictamente jurídico- para demostrar que no existía injuria. Sostuvo que al párrafo que el diario reproducía le faltaba las expresiones todos y únicamente. Es decir, individualizar a ciertas personas no implicaba que los que no se nombraban eran merecedores de un juicio desfavorable. Decía que “proclamar el honor de un hombre no es negar el de su vecino”. Sostenía que “el acusado no había dicho ‘estos son todos’, ‘no hay más que éstos’, o ‘estos son únicamente los oficiales de honor’ como era menester que lo hubiese dicho para que los excluidos por las palabras ‘todos’, ‘no hay más’ y ‘únicamente’, se reputasen injuriados…” [1] Insistía en que “las expresiones acusadas, ni una injuria indirecta envolvían siquiera…”; agregaba que un no decir no podía ser una injuria per se. Abundó en que su defendido no había dicho ‘ustedes han sido oficiales sin honor ni delicadeza’. Por estas razones no podía tomarse como injuriosa contra el honor de sus personas una frase donde no figuraban sus nombres ni las palabras de “oficiales sin honor ni delicadeza”. “Lo contrario [agregó], era hacer del elogio un deber y de su silencio un crimen.” Su defendido no podía ser obligado a expresar un juicio favorable o desfavorable respecto de los acusadores. Yendo más al fondo de la cuestión sostuvo que su defendido no era el autor ni el editor de la nota periodística, razón por la cual si había un responsable era el periódico y no él. Y a ello agregó que como se trataba de una nota que surgía de un informe que el defendido había elevado a su superior no se estaba “ante un abuso de imprenta”. “Eran calificaciones hechas en piezas oficiales con el derecho que todo jefe de cuerpo tiene para calificar a sus subalternos, sin que deban estos quejarse de tales calificaciones, en caso de ser ofensivas, ante otra autoridad que la militar”. [2]

Estos dos últimos argumentos parecían inclinar la balanza en favor del defendido por el abogado Alberdi. Sin embargo, su análisis no persuadió al jurado. Mainez fue condenado a “publicar por los diarios una satisfacción solemne y positiva hacia dichos individuos”. [3]

         En 1843 viajó a Europa, donde permaneció un año estudiando in situ cómo funcionaban algunas universidades tanto en Italia como en Francia, los métodos empleados y las materias que se enseñaban. Al año siguiente volvió al continente, recalando primero en Río de Janeiro para allí tomar un barco rumbo a Valparaíso. Corría el año 1844.

         Su llegada a Chile fue bienvenida por las autoridades locales. Pronto trabó buenos vínculos con la elite política y cultural del país y también aquí se matriculó como abogado.  La tesis que presentó con el fin de poder ejercer allí la profesión llevó por título Memoria sobre la Conveniencia y objeto de un Congreso General Americano. [4] Allí aparecía nuevamente el Alberdi abogado, diseñando -como quien redacta un contrato de unión entre empresas que se proponen un objetivo común- diseñando, decía, las bases sobre las cuales constituir una suerte de unión política y comercial americana. A tal fin proponía, en primer lugar, la solución de los conflictos limítrofes existentes a ese momento. Luego sentaba los principios sobre los cuales debía conformarse una unión comercial de las “repúblicas americanas de origen español”, a través de mecanismos multilaterales que facilitaran el flujo de los negocios -en realidad hablaba, y cito textual, de un “derecho internacional mercantil” [5] -. También proponía la necesidad de un esquema uniforme de tarifas, “como en Alemania”, [6] ejemplificaba, cuando ese país todavía no se había unificado. También establecía la necesidad de la unidad de monedas. Por otro lado, proponía la consolidación general de la “paz americana”, [7] lo que implicaba la necesidad de un desarme general en materia de ejércitos -con excepción de las fuerzas necesarias para mantener el orden interno- y el establecimiento de una Corte internacional de Paz (quizá dividida en cuatro regiones) a la cual los Estados puedan apelar antes de alzarse en armas. Así (y cito):

         “El dictamen de la Corte conciliadora, importando tanto como la sanción moral de la América, pondría al desobediente fuera de la ley de la neutralidad; y contra él podrían emplear los demás estados, si no las armas, al menos, todas las medidas de reprobación y coacción indirecta susceptibles de emplearse contra un país que incurre en nuestra malquerencia”. [8]

         “Este punto [continúa Alberdi ya con mayor vehemencia] “que conduce al derecho y práctica de la intervención, no puede ser abolido dondequiera que hay mancomunidad de intereses. Hacer comunes las cosas y exigir la neutralidad de la indiferencia en su manejo es establecer cosas contradictorias. La América tendrá siempre derecho de intervenir en una parte de ella, el órgano está sujeto al cuerpo. La parte al todo.” [9]

         Más adelante, luego de referir cómo luego de 1810 Buenos Aires intervino en Chile y Chile y Colombia en Perú, en las campañas por la Independencia, proporciona un ejemplo que, en su opinión, justificaría la intervención:

“En cualquier época en que un mal semejante al de la esclavitud colonial se haga ver en América con tendencia a volverse general, la América tendrá el indispensable derecho de intervenir para cortarle de raíz.” [10]

         Como verán su plan era ambicioso y audaz al punto de prever la intervención como medida de acción directa.

                El trabajo profundiza en la creación de un derecho internacional americano y otro para las relaciones con el resto de los países y con el mismísimo Vaticano.

                Es cierto que años antes otros americanos habían hablado de la necesidad de unión de Latinoamérica. No obstante, creo que nadie lo hizo con el espíritu práctico y omnicomprensivo con que lo encaró Alberdi.

                Pero continuemos con la actividad de este jurista. En Valparaíso -y ya aceptada su petición de ser habilitado para ejercer la profesión de abogado- Alberdi tuvo participación en la redacción de artículos y notas periodísticas de contenido político y jurídico. Además fue autor del proyecto de la ley orgánica del poder judicial de Chile [11] -en el que diseñó la estructura judicial, las instancias, las diferentes jurisdicciones y las competencias de los tribunales que se creaban-, y tuvo proficua actuación como abogado, además de publicar un libro comentando la ley de prensa de ese país.

Se han conservado algunas de las defensas criminales en las que intervino en Chile.

Una de ellas fue, nuevamente, un caso penal pero, en esta oportunidad, se trató de un homicidio en el que un padre y su hija natural eran imputados como autores de quien había engañado y seducido a la menor, bajo promesas de bienestar económico por toda su vida, bienestar que interrumpió al punto de echarla de la casa cuando la menor le comunicó que estaba embarazada. [12] Una auténtica tragedia.

Aquí se destacan tres características de Alberdi. Por un lado, merece resaltarse su estrategia para organizar la defensa y distribuir el trabajo. Al tratarse de un tema complejo plagado de hechos y detalles que recorrían la vida del padre, de la hija y del muerto, propuso que, en el caso del padre, un abogado presentara los hechos -tema que se reservó para sí-, y otro expusiera el derecho. El tercer abogado ejercería la defensa de la hija.

En la faena que se atribuyó se intuye su formación en la Escuela Histórica del Derecho -cuyo principal expositor fuera Savigny y que él conoció a través de Juffroy-, hurgando en la vida del imputado hasta en los más mínimos detalles para explicar los hábitos de la vida, educación y anterior conducta del acusado, información que también exigía la ley penal vigente.

En su afán, excede el límite que se había autoimpuesto y cruzará el caso con los saberes de la criminología, expresando que:

 A nada conduce el castigo de los delitos si han de quedar subsistentes las causas que lo hacen nacer. Conocer esas causas y combatirlas es el gran deber de la justicia criminal. Es a este efecto que la ley recomienda la averiguación del por qué ha tenido origen el delito”. [13]

Siempre con apoyo en la criminología y procurando que se volviera el análisis hacia la víctima, expresó que:

“Todas las personas que figuran en el hecho fundamental de esta causa corresponden a tipos de incorrección y desgracia que constituyen el mal de las sociedades actuales. En ellos están representados el rico célibe, que en vez de aplicar su fortuna a la creación de una familia, esta escuela en que se hace el ciudadano y el hombre, la consagra a la destrucción de pobres familias, cuya moral es contaminada por su oro: la niña de la condición ínfima, de la clase pobre, esta clase llamada a destinos tan serios, perdida por las cualidades en que había fundado inocentes esperanzas de una existencia respetada y digna; el padre, en fin, de esa hija pobre, que por vicioso e infeliz que sea, no puede consentir en ver el objeto de su paternal cariño convertido en pasto de carnales desenfrenos, en escoria y fango de la sociedad.” [14]

“Castigad el delito… Pero atenuad la falta del que ha sido arrastrado al delito por inmorales provocaciones, a fin de que esta consideración sirva siquiera de algún freno a la seducción que corrompe apoyada en la impunidad de sus desórdenes. Así, atacando el delito formado, atacaréis el delito en germen, y de este modo tendréis satisfechos sabiamente los dos objetos de la justicia criminal, a saber”: prevenir y castigar el mal.” [15]

Luego de alegar en contra de la pena de muerte que, según el juez de primera instancia era la que correspondía aplicar, atacó su inutilidad y volvió sobre su visión práctica que buscaba operar sobre la realidad de las cosas. Con cita de Blackstone expresa que: 

Es necesario confesarlo, es más fácil destruir la especie humana que corregirla, pero no obstante, el que gobierna debe ser considerado como un operador a la vez débil y cruel si él corta todos los miembros que, por ignorancia o indolencia, no quiere tratar de curar.” [16]

Cierra su exposición con una síntesis impecable y, entre los puntos que destaca dice, en la misma vena que veníamos hablando anteriormente; “Todo hace creer que Peña no hubiese sido culpable sin la destitución que le arrojó en la miseria, el día mismo en que le era más necesario tener medios de superar sus inconvenientes.” [17]

Podría continuar con las citas para mostrar cuál era su estrategia al analizar los hechos y sus causas, de modo de preparar el terreno para quien debía luego exponer la base jurídica sobre la que descansaría la defensa de fondo. Defensa que, por el tipo de énfasis que emplea, seguramente discurriría entre la emoción violenta y el hecho que la herida infligida no había sido la causa de la muerte pues la víctima había tenido serios problemas de salud.  Pero creo que los párrafos recordados bastan para dar una idea del tipo de defensa que Alberdi había diseñado. Lamentablemente no podemos saber si su defensa fue exitosa. Entre la documentación consultada no he podido hallar respuesta a ese interrogante.

Pasemos ahora al último caso que comentaré.

Se trata de la defensa del periódico El Mercurio, diario cuya dirección ejerció mientras duró el juicio. Corría el 5 de junio de 1844, es decir, hacen 179 años. [18]

La primera imprenta llegó a Chile en noviembre de 1811 proveniente de Estados Unidos, como recuerda Alberdi en el año 1846, en su comentario a la ley de imprenta en Chile (Legislación de la Prensa en Chile o sea Manual del Escritor, del Impresor y del Jurado) [19] . Lay ley consagra la libertad de imprenta y el enjuiciamiento de sus abusos, conforme aseguraba la Constitución de 1833. Legislaba los delitos cometidos a través de la prensa, los que, conforme también preveía la Constitución, serían sometidos a un jurado, cuyo diseño tuvo inspiración en la legislación francesa. Diez años después se concede a la circulación de los periódicos por la estafeta pública, la misma inviolabilidad de que goza la correspondencia epistolar.

El caso era simple. En un artículo editorial, el diario denunció que en el Correo de Valparaíso se le había sustraído material impreso proveniente del exterior, en su mayoría periódicos extranjeros. Esta sustracción no era la primera, sino que el hecho había ocurrido en diversas oportunidades en el pasado. Sindicó como autor de la sustracción a un empleado y agregó que ese mismo delito había sido perpetrado en perjuicio de otras personas. Dos días después el diario publicó una carta firmada por un tal Z donde se desmentían los hechos denunciados. El diario dio por concluida la discusión advirtiendo que volvería sobre el tema si se repetían las sustracciones. Pero una nueva carta firmada por E.R. le exigía aclarara sus términos y proporcionara los nombres so pena de tenerlo por “impostor y falso calumniador”. [20] El diario respondió proporcionando el nombre del autor de las sustracciones.

Acto seguido se denunció al periódico por abusos injuriosos de la ley de imprenta. La defensa, encomendada a Alberdi, debió prepararla en dos días.

Una vez más resalta la estrategia diseñada. Alberdi invierte el orden de la imputación. El delito imputado era injuria en tercer grado, es decir, injuria grave. Él tratará primero la agravante, para poder alegar lo que no podría si encarara en primer término la inexistencia de injuria. Una de las agravantes cubría el caso del rango o categoría cívica del agraviado. En este supuesto se trataba de un menor de edad que hacía las veces de portero o mozo de oficio de la oficina de Correos de Valparaíso, circunstancias que denotaban que no podía hablarse de una agravante pues no era lo mismo la reputación y crédito de una persona mayor que la de un menor.

Otra de las agravantes consistía en que la injuria hubiere sido proferida por escrito. Aquí destaca que, en época de la ley romana que era la ley aplicable, que una injuria fuera expresada por escrito -medio muy poco frecuente- equivalía al lugar que entonces ocupaba lo que se llama letras de molde.  Sostiene además, que en los países jóvenes injurias verbales y escritas ocupaban el mismo lugar. “La propensión al denuesto y ultraje parece ser uno de los rasgos inherentes al periodismo, muy especialmente en nuestras jóvenes sociedades, donde este instrumento, que no nos es familiar todavía, sirve al desahogo y vivacidad de nuestras pasiones tanto como a la emisión del pensamiento útil”. [21] Y agrega que, si todas las ofensas fueran a ser judicializadas, tendríamos 10 procesos de imprenta diarios en cada uno de los pueblos de América. Concluyendo que consecuentemente, que no hay lugar para la agravación de la pena.

Seguidamente se ocupó de la importante función de la prensa al escrutar a la función pública. Expresó que “la delación moderada, digna, de un abuso cometido en un establecimiento público en perjuicio de la empresa industrial El Mercurio, fue hecha… con el fin de hacer cesar la repetición del desorden. Esta denuncia no sólo interesaba a El Mercurio. Era una especie de obligación del periódico denunciar” porque, y cito: “igual que un diputado, tiene una investidura que le faculta para delatar, en nombre de la sociedad cuyo interés pretende servir, todos los actos, en el desempeño de la pública administración, se practican en perjuicio suyo. No hubo denuesto personal ni injuria al delatar el hecho.” [22]

Consideró que esas sustracciones constituían (y cito) “actos hostiles a la libre circulación de periódicos”, [23] agregando que:

“El mal sólo es hecho a los periódicos; lo que vale lo mismo que decir al público, pues los periódicos no reciben diarios extranjeros para uso reservado, sino para beneficiar al público con la distribución de sus noticias… lo que revelaba que el “mal se extiende al comercio y a la industria.” [24]

                Alberdi puso énfasis en la ausencia de insultos o palabras injuriantes, en haber denunciado un hecho que revelaba un comportamiento irregular en una oficina pública y señaló a uno de sus empleados como el responsable de ellos. Agregó que esa irregularidad también se había cometido en perjuicio de otras personas, lo que revelaba que se dañaba al público en general y con ello a la opinión pública. Y señaló que la prensa está en la obligación de denunciar estas anomalías como también lo estaría un diputado en defensa del interés público por el que debe velar. Es decir, las editoriales individualizadas no hacían sino emitir una opinión sobre comportamientos irregulares ocurridos en la administración pública, reafirmando que ello jamás podía dar lugar a un delito de imprenta.

         Con esta selección de razones en favor de la libertad de prensa, el abogado Alberdi se anticipaba y sentaba las bases de algo que la jurisprudencia de la Corte Suprema reconocería recién más de un siglo después (sin tenerlo en cuenta).

         Como sostuvo el Alto Tribunal en el caso “Patitó” (Fallos: 331: 1530):

                “…en el marco del debate público sobre temas de interés general, y en especial sobre el gobierno, toda expresión que admita ser clasificada como una opinión, por sí sola, no da lugar a responsabilidad civil o penal a favor de las personas que ocupan cargos en el Estado; no se daña la reputación de éstas mediante opiniones o evaluaciones, sino exclusivamente a través de la difusión maliciosa de información falsa. Por lo demás, no se trata el presente caso de otras posibles afectaciones de lo que genéricamente se denomina honor, distintas de la difamación, tales como las expresiones ofensivas, provocativas o irritantes, que pueden caber en la categoría de "insulto.”

[. . . ]

                “En este sentido se ha dicho que la principal importancia de la libertad de prensa, desde un punto de vista constitucional, "está en que permite al ciudadano llamar a toda persona que inviste autoridad, a toda corporación o repartición pública, y al gobierno mismo en todos sus departamentos, al tribunal de la opinión pública, y compelerlos a un análisis y crítica de su conducta, procedimientos y propósitos, a la faz del mundo, con el fin de corregir o evitar errores o desastres; y también para someter a los que pretenden posiciones públicas a la misma crítica con los mismos fines..." (Joaquín V. González, "Manual de la Constitución Argentina", N1 158, pág. 167, Buenos Aires, 1897).

         Por último, también se anticipó Alberdi en más de un siglo a la consideración del efecto de amedrentamiento que tiene la censura y castigo a un medio de prensa sobre los demás medios, es lo que en la doctrina norteamericana se denomina chilling effect”. Dijo:

Una condenación haría callar a El Mercurio, sobre los abusos de que es víctima; callarían quizá los otros periódicos, en vista de este ejemplo, por no empeorar las cosas tocándolas sin fruto, … lo que la Prensa hubiese callado por timidez o egoísmo. No hay pues otro medio eficaz de componer las cosas que procediendo conforme la verdad y justicia y la verdad es que los desórdenes delatados por El Mercurio son positivos y deben reprimirse, a lo menos dejando airoso el ejercicio de la censura por parte de la Prensa.” [25]

         Hace pocos meses estuve en París y fui a visitar el solar donde supo erigirse el hospicio -que ya no existe- donde murió Alberdi, hace 139 años, el 19 de junio de 1884. Recorrí la calle un par de veces frente al mismo número 34 de la Avenue Rouelle, en Neully. Lo recordé con admiración, gratitud y afecto. Imaginé también la habitación miserable en la que murió, en soledad. Ya no reconocía a sus amigos y estaba medio loco, según relata Jorge Mayer. No sé si a él le hubiera gustado este recuerdo que hoy le ofrecemos, pero sí sé que sus lecturas aún sorprenden, enriquecen y nos ayudan a reflexionar nuestro presente gracias a sus obras del pasado. Quizá esto sí le hubiera gustado a alguien que dio tanto por su patria.

***

 



[1] Juan Bautista Alberdi, Obras Selectas, nueva ed., Librería La Facultad 1920, p. 10.

[2]   Idem, p. 11.

[3]  Id., p. 16.

[4]  Imprenta del Siglo, Santiago, 1844; Obras Completas, Tomo II, p. 398.Imprenta El Nacional, 1886.

[5] Idem, p. 398.

[6] Id., 399.

[7] Id., p. 401.

[8] Idem, p. 402.

[9] Idem ante.

[10] Id.

[11] Juan Bautista Alberdi, Obras Selectas, cit., Tomo VIII, p. 290.

[12] Op. cit., Tomo IX, Defensa de José Pastor Peña ante la Corte Suprema, p. 53.

[13] Idem, p. 121.

[14] Idem, p. 122.

[15] Id,

[16] Id., p. 128.

[17] Id., p. 129.

[18] Id., p. 21, Defensa de “El Mercurio”.

[19] Op. cit., Tomo VIII, p. 229.

[20] Idem, p. 24.

[21] Id., p. 29.

[22] Id., p. 30-31.

[23] Id., p. 38.

[24] Id., p. 39.

[25] Id., p. 51.