El orden público como apuntalamiento de cualquier plan de gobierno

Por Carlos Manfroni



El orden público como apuntalamiento de cualquier plan de gobierno

Por Carlos Manfroni

La vidriera de un país

Hace ya más de 20 años que los piquetes cortan las principales avenidas de la capital argentina, bloquean el paso en las rutas y provocan el congestionamiento de las autopistas, incluyendo las de ingreso hacia los aeropuertos. Durante las manifestaciones, el patrimonio público es destruido o deteriorado y ni siquiera las iglesias se libran del vandalismo, sino que a veces son su blanco principal. Miles de delincuentes fueron liberados de las cárceles durante la cuarentena, sin control alguno, mientras se obligaba a permanecer encerrado al resto del pueblo. Los policías y los efectivos de otras fuerzas de seguridad son agredidos impunemente en las calles con palos y hasta elementos cortantes, sin consecuencia para los agresores. Grupos terroristas que invocan su condición de mapuches toman tierras en el sur, instalaciones del Ejército Argentino, propiedades de la Iglesia Católica o de ciudadanos particulares y desconocen la soberanía nacional, frente a lo cual el gobierno federal no sólo no actúa para hacer cesar la ilegalidad, sino que les presta ayuda y socorro en una actitud que se parece bastante a la que caracteriza el artículo 119 de la Constitución para la traición a la patria.

Semejante panorama no atenta únicamente contra la seguridad de los habitantes, lo cual ya resulta demasiado grave, sino que en el futuro conspirará contra cualquier plan de gobierno en otras materias ajenas a la seguridad en sí misma.

Puede proyectarse la hipótesis de una administración diferente, con una estrategia económica adecuada, incluyendo la desburocratización y la eliminación de trabas que impiden el desarrollo de la producción y del comercio, además de un programa anticorrupción que desmonte los engranajes que hacen posible la coacción de los funcionarios encaminada a recibir sobornos. Sin embargo, este conjunto de medidas no resultaría por sí mismo suficiente para ganar la confianza de la ciudadanía y de los inversores.

Los programas de gobierno deberían concebirse en un esquema de tres círculos concéntricos, el más pequeño de los cuales representa al órgano diseñado para impulsarlos y sus estrategias específicas; otro más amplio que debería incluir la colaboración de la totalidad de la Administración Pública en cada uno de los programas y, finalmente, uno mayor que puede no vincularse con una materia determinada, pero que es el resguardo y, a la vez, la vidriera de todas ellas. Se trata del orden público.

Cuando visitamos un país por primera vez, difícilmente podamos captar, desde la mirada de un recién llegado, la sutileza de los planes de gobierno o la eficacia de los organismos de investigación. Lo que vemos en una primera impresión es el orden en la vía pública. Esa imagen inicial, que se presenta ante el turista como carátula de una sociedad ordenada, no es muy diferente en sus efectos a la visión que se ofrece a los ciudadanos del propio país que no están involucrados en la política. El orden público es la mejor y más evidente muestra de la vigencia del Estado de Derecho y del predominio de la ley sobre el caos y los privilegios.

Esta convicción se vincula, de un modo indirecto, con la famosa “teoría de las ventanas rotas”, a su vez relacionada con la “tolerancia cero” en el delito. Si se permite que se destruyan los vidrios de una ventana y, además, no se los repara, muy pronto todas las ventanas sufrirán los mismos ataques vandálicos.

Por ese motivo, pero además como forma de blindar un programa de gobierno contra el sabotaje en las calles, el orden público debería constituir una primera prioridad.

Defender a quienes defienden

El orden público representa, antes que nada, una cuestión de convicción política. Si realmente existe la certeza de que el orden en la vía pública representa una prioridad, no pueden escatimarse herramientas legales para conseguir el objetivo.

La legislación actual no resulta adecuada para mantener el orden público. Está claro que tampoco existe vocación de las autoridades para lograr ese resultado, pero aun con la mayor voluntad no resulta posible ir más allá de la ley.

Los artículos 237 a 243 del Código Penal resultan insuficientes para asegurar el respeto a las fuerzas de seguridad y el orden en el espacio público. Ante todo, están mal situados en el Título XI (Delitos contra la Administración Pública), en lugar de figurar en el Título IX (Delitos contra la seguridad de la Nación). No es necesario que una persona o un grupo de individuos forme parte de una trama conspirativa para que atente contra la seguridad de la nación. Todo atentado contra una fuerza de seguridad compromete ese bien jurídico y, por otro lado, no deberíamos acostumbrarnos a ver a un pueblo bajo amenaza constante como una situación normal.

El artículo 237 prevé de un mes a un año de prisión para “el que empleare intimidación o fuerza contra un funcionario público o contra la persona que le prestare asistencia a requerimiento de aquél o en virtud de un deber legal, para exigirle la ejecución u omisión de un acto propio de sus funciones”.

Está claro que el condicionante final limita en exceso los alcances del tipo penal. ¿Qué sucede con quien empleare fuerza o intimidación contra un efectivo de una fuerza de seguridad sin exigirle “la ejecución u omisión de un acto propio de sus funciones”? Debería incluirse un artículo específico para estos casos y la pena necesariamente tendría que ser una de cumplimiento efectivo. Ningún agitador callejero y, en general, ningún delincuente, contiene su acción por la mera amenaza de un mero antecedente penal en su contra. Nadie que atentare contra una fuerza de seguridad debería pasar menos de tres años en la cárcel. Las potenciales quejas contra un exceso de rigor de un monto semejante irían a contramano de las nulas ocasiones que existen para cometer ese delito si el autor no tiene el propósito deliberado de hacerlo de antemano.

El artículo 238 aumenta el máximo de la pena a dos años si el delito se cometiere a mano armada, con lo cual puede observarse la escasa o nula predisposición del legislador a preservar el orden público.

De ese reducido grupo de tipos penales, tres tienen como sujeto activo a los militares, en ese caso sí, con sanciones severas.

Junto con la reforma de esa parte del código, resulta necesario también modificar el artículo 34, que se refiere a las causas de justificación; entre las que figura el cumplimiento de un deber o el legítimo ejercicio de la propia autoridad; la obediencia debida y la defensa propia, en este caso, limitada por “necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla”. Este último condicionamiento es el que abre la puerta a los jueces ideologizados para imputar ya no sólo a los efectivos de las fuerzas de seguridad, sino también a los particulares, un exceso en la legítima defensa.

Generalmente, estos jueces no toman en cuenta –o, mejor expresado, se niegan intencionalmente a tomar en cuenta– la desproporción que puede existir entre la fuerza física del o de los agresores y del agredido, aun cuando esté armado quien se defiende y los atacantes no; las escasas posibilidades de cálculo que tiene el agredido en una situación de amenaza e incluso la necesidad de preservar sus bienes, cuando se estima que el monto del daño puede causarle su ruina y la de su familia.

La redacción actual debería bastar con jueces razonables y no ideologizados; pero como los hechos han demostrado que, en un número importante de casos, quien defiende a la sociedad o se defiende a sí mismo termina sufriendo más en manos de los jueces que los propios delincuentes que emprendieron el ataque, la reforma es necesaria. Las modificaciones a llevar a cabo no deberían dejar margen para la imputación a quienes se defienden o cumplen con un deber, incluso en caso de exceso, salvo que se probare un ánimo alevoso. Una vez más, para no cometer el hecho, en la situación actual de la legislación y la práctica judicial, quien se defiende debería dominar sus temores y emociones y actuar con una capacidad de cálculo que no armoniza con la situación que atraviesa; mientras que al agresor le bastaría con no cometer el acto delictivo. Cuando alguien genera una situación ilegal, el margen para imputar a quien lo hubiera repelido tendría que ser extremadamente estrecho, cualesquiera fueren las consecuencias.

En Canadá, por ejemplo, existe una comisión del poder administrador que determina si un policía incurrió en un exceso de violencia y elabora un dictamen. Si esa comisión determina que el policía actuó correctamente no es posible abrir una causa penal. Se trata de un diseño muy difícil de implementar en la Argentina, pero por eso mismo, la legislación debería compensar, con mayores resguardos, a quienes se defienden o defienden al público.

Un esquema semejante evitaría las idas y vueltas que se producen con grupos terroristas mapuches en el sur, que deberían ser reprimidos en el marco de la ley, con todos los cuidados de registro de imágenes, a fin de evitar la fabricación de otro caso como el de Maldonado, el joven ahogado en el río y cuya muerte quiso disfrazarse de desaparición forzosa. Esto ocurrió porque los propios mapuches que no evitaron que se ahogara su compañero fueron quienes impidieron durante tres meses el ingreso de las autoridades judiciales y de seguridad en el predio que debía ser inspeccionado. Una vez más, la renuncia o postergación de la autoridad al ejercicio de su imperium.

Interrupción de la vía pública

Del mismo modo que en los supuestos anteriores, resulta ridículo el monto de la pena del artículo 194: “El que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas, será reprimido con prisión de tres meses a dos años”.

Una vez más, la pena debería tener un monto que asegure el cumplimiento efectivo. Sin embargo, el periodismo registra para el tiempo transcurrido durante este año más de tres mil cortes de avenidas y se proyectan 11.000 para todo el año. No hay un país que pueda tolerar esa situación sin poner en crisis la fe en la vigencia de la ley, que es lo que precisamente ocurre en la Argentina. Debe advertirse que el tipo penal incluye el entorpecimiento de provisión de agua o de electricidad, de manera que alguien podría dejar a una ciudad sin luz o sin agua sin pasar un día en prisión.

Para estos casos, el mínimo de la pena debería ser tres años y con un margen amplio hasta el monto mayor. Si se argumentara que resulta imposible, de hecho, encarcelar a una multitud, cualquiera sabe que existen recursos tales como identificar a los líderes de la columna, detenerlos e imputarlos. Cualquier miembro de una fuerza de seguridad tiene la capacidad de realizar esa elemental observación.

Por otro lado, cuando alguien lee la reglamentación para los micros en los que se transportan los manifestantes, que suelen ser escolares, advierte que resulta imposible cumplir con la totalidad de las normas a las que están sujetos. Bastaría con aplicar esas reglas, aun antes de que se cometan los hechos, para desalentar el traslado de militantes que se dirigen a interrumpir el tránsito en algún sector crucial de las ciudades. Y, por cierto, ellos infringen las normas de estacionamiento en la vía pública.

El contraste entre un particular que ve arrastrado su automóvil por una grúa, quizá por haberse excedido unos minutos en el tiempo de estacionamiento, y los ómnibus de transporte de piqueteros que cortan las avenidas estacionados donde les place, provoca una indignación que termina neutralizándose por saturación. El mayor daño lo sufre la república ante semejantes inequidades.

Daño al patrimonio histórico

El argumento empleado en apartados anteriores, es el mismo que podría esgrimirse contra quien deteriora patrimonio público. No existe la mínima necesidad de llevar a cabo un acto semejante, el cual ofrece menos elementos para la comprensión de las que pueden colocarse sobre la mesa para delitos más graves, como el hurto o el robo. Esto no significa que se deba ser tolerante con el hurto o el robo (eso parece haber quedado claro a lo largo de esta redacción), pero en el caso de daño al patrimonio ni siquiera existe la explicación sociológica de la necesidad, tal como la exponen los abolicionistas. Simplemente, se trata de la intención de dañar, sin beneficio alguno para quien lo hace. Una vez más, se trata de hechos que merecen una pena de cumplimiento efectivo y, en el caso de extranjeros, debería procederse a su expulsión. Nadie está obligado a abrir sus puertas para que destruyan su casa los invitados.

El orden del tránsito

Un razonamiento parecido podría aplicarse a ciertos episodios del tránsito que, por cierto, no podrían ser actos corruptos, pero que sí exponen un símbolo de la mentalidad que favorece la corrupción, tales como el paso irregular por las banquinas con el fin de anticiparse indebidamente a otros vehículos. Es el atajo, la subestimación del prójimo y la ventaja indebida impuesta como hecho consumado.

Alguien puede excederse en la velocidad por distracción –sobre todo con la nula tolerancia de nuestras reglas formales–; incluso, con toda su gravedad, hasta pasar un semáforo en rojo por un error inexcusable que debe ser penalizado, pero error al fin. Nadie se anticipa por una banquina si no lo hace intencionalmente con el fin de violentar el derecho ajeno en beneficio de sí mismo.

Con poco, mucho

Como se ve, son muy pocas reglas las que deben corregirse para obtenerse un resultado desproporcionadamente beneficioso. Una desproporción bienvenida, porque con escaso esfuerzo legislativo y de aplicación efectiva de la ley (enforcement), el panorama que queda a la vista es el de un horizonte despejado para desplegar otros planes de gobierno que exigen mayor sofisticación.

Quien asegura el orden en estas materias, estará enviando un mensaje a la sociedad que anuncia que la autoridad ha regresado y está vigilando; que a nadie se le ocurra sabotear la ley mediante la sedición o la corrupción, porque por menos, otros han sido encarcelados o penalizados severamente en sus bienes.

El orden público es, en la sociedad, la ventana sana a través de la cual se mira el Estado de Derecho.