Avances de la intervención pública en los ámbitos de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) y de la salud

Por Ignacio M. de la Riva y Máximo J. Fonrouge



 

1.      Límites constitucionales de las políticas de intervención estatal

El fenómeno de la intervención pública en la esfera económica siempre se presta a debate. Un debate en el que se mezclan los posicionamientos ideológicos, las distintas lecturas sobre experiencias pretéritas por las que ha atravesado el país, las valoraciones personales -no exentas de prejuicios- sobre los vicios y virtudes atribuibles al sector público y al sector privado, y las convicciones, en fin, de cada observador acerca de cuál debería ser la proporción adecuada de ingredientes públicos y privados para configurar un programa político-económico exitoso y sustentable.

La amplísima variedad de posturas que existen en el seno de nuestra sociedad sobre todas estas cuestiones complica, desde un comienzo, cualquier intento de proponer un diagnóstico sobre lo ocurrido durante los últimos años en los ámbitos específicos de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) y de la salud, dos sectores que no han sido escogidos al azar, sino en razón de la marcada evidencia del progreso del intervencionismo público que vienen padeciendo, dicho esto sin perder de vista que el avance estatal ha sido una política generalizada sobre la economía en su conjunto durante, al menos, el último bienio.

Ante la indudable dificultad que genera esta multiplicidad de aristas de toda dinámica interventora, para alcanzar el propósito que nos hemos trazado de procurar examinarla desde una perspectiva eminentemente jurídica, es preciso que nos detengamos, antes que nada, a considerar los principios y criterios que emanan de nuestro marco constitucional, sin desatender al modo en que han sido enriquecidos y sistematizados por la doctrina iuspublicista, y precisados por la jurisprudencia. Más allá de la inevitable laxitud de los contornos con que se manifiestan las orientaciones jurídicas que es dable extraer de las fuentes mencionadas, ellas brindan al menos el necesario punto de partida para el indispensable ejercicio de escrudiñar jurídicamente el acierto y validez de las políticas ensayadas.

¿Qué nos dice, pues, en apretada síntesis, el Derecho aplicable a las prácticas de intervención pública? ¿Qué reglas o disciplinas nos proporciona, que puedan servir de tamiz para emitir un juicio estrictamente jurídico sobre el derrotero seguido en el caso de las TICs y de la salud?

Existen, como es sabido, ciertos principios bien consolidados, de decidida raigambre constitucional, que sirven de guía en la materia.

Como sustrato general de toda la problemática de la intervención pública es forzoso aludir, en primer lugar, al principio de subsidiariedad, que si bien no tiene consagración explícita en el texto constitucional argentino,[1] se cimienta sobre un conjunto de sus cláusulas[2] que, interpretadas armónicamente, arrojan como resultado la convicción de que la iniciativa privada y el mercado son valores amparados por la Carta Magna que el Estado está obligado a respetar y resguardar. Esta premisa fundamental, en tanto sea observada por las autoridades públicas como es debido, contribuirá a proporcionar a las políticas interventoras la densidad apropiada a cada circunstancia, evitando que pequen tanto por exceso como por defecto.

Otro eje central del entramado jurídico de la dinámica interventora es el principio de razonabilidad, dirigido a garantizar el equilibrio necesario que debe existir entre medios y fines, identificados en este caso con las cargas que para los particulares derivan de las medidas de intervención (medios) y los beneficios para el interés público que esas mismas iniciativas apuntan a alcanzar (fines). La Constitución brinda, también aquí, un explícito aval a este segundo criterio rector que pesa sobre el Estado interventor.[3]

Qué duda cabe que el principio de legalidad configura una valla adicional, si bien en un plano estrictamente formal, que refuerza la idea de que los avances estatales sobre los derechos individuales en materia económica se topan con determinadas fronteras. El constituyente ha sido, también en este caso, bien rotundo[4] al condicionar los vaivenes de las decisiones ejecutivas, por naturaleza más impulsivas y no requeridas de mínimos consensos, a la previa habilitación del cuerpo legislativo que, por su estructura plural y la condición de representante del soberano que se le atribuye, es esperable que resulte menos proclive a cometer arbitrariedades.

El principio de competencia cumple, también, un papel singular en procura de una gestión interventora eficiente y respetuosa de los derechos del ciudadano. Su consagración atraviesa todo el tejido de la Constitución, pero luce muy particularmente en su Segunda Parte (más conocida como parte orgánica), donde el constituyente ha centrado su atención en distribuir, cuidadosamente, las incumbencias entre la órbita nacional y las provincias para dotar al sistema federal de la necesaria nitidez, en aras a evitar que un gobierno central fuerte avasalle el ámbito de actuación que los estados provinciales han querido reservarse para sí.

Podríamos seguir sumando otros principios a este elenco, pero con los señalados basta para el propósito de este trabajo. Sí creemos necesario, en cambio, completar este apartado inicial con la mención de aquellos derechos y garantías previstos en la Primera Parte de la Constitución (la dogmática), los cuales adquieren singular relieve para afrontar el análisis que se nos ha propuesto. Coincidirá, en este sentido, el lector en que los derechos de propiedad,[5] de ejercer industria lícita,[6] de comerciar[7] y a la protección de la salud ocupan[8] un lugar destacado.

2.      Avances de la intervención estatal en el campo de las TICs

2.1. Régimen general de las TICs

Como sucedió en la generalidad de los países, la prestación de los servicios de telecomunicaciones y la titularidad de las redes respectivas se concentraron en la Argentina, durante varias décadas (desde 1946), en manos estatales.[9]

En el año 1972, la sanción de la ley 19.798 (“Ley Nacional de Telecomunicaciones”) supuso la aprobación del primer régimen general del servicio de telecomunicaciones. Entre las actividades objeto de regulación por este texto se incluían a la telefonía, la telegrafía, la radiocomunicación, la radiodifusión y el télex. En 1980, la ley 22.285 reemplazó las disposiciones de aquel régimen referidas a la actividad de radiodifusión.

En la década de los noventa del siglo pasado se produjo un punto de inflexión decisivo en el sector de las telecomunicaciones en la Argentina. A partir de la sanción de la ley 23.696 (“Ley de Reforma del Estado”), que declaró como “sujeta a privatización” no solo a la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (“ENTEL”) hasta entonces prestadora cuasi-monopólica del servicio respectivo en nuestro país, sino también a la mayoría de las empresas de servicios de televisión y radiodifusión para esa época en manos estatales,[10] se puso en marcha un proceso de creciente apertura del sector.

Como correlato de la mencionada ley, se convocó a un Concurso Público Internacional para la privatización del servicio de telecomunicaciones bajo un doble estándar: un Servicio Básico Telefónico (para la telefonía fija) a ser prestado en condiciones de exclusividad por un período de cinco años y en calidad de servicio público (con tarifas reguladas), a la par de una sustancial desregulación para los restantes servicios de telecomunicaciones (entre los que sobresalía la telefonía móvil), librados a la competencia y con amplia libertad para acordar precios, bajo alguna supervisión de la autoridad de aplicación para evitar situaciones abusivas.[11]

Casi una década más tarde, el decreto 764/2000 introdujo importantes cambios en el régimen de las telecomunicaciones, profundizando la política desreguladora del sector para todo aquello que no integrase el Servicio Básico Telefónico, único nicho sometido a un régimen de servicio público. Salvo por la obligación de informar a la autoridad de control, los prestadores de los restantes servicios tenían garantizada la facultad de fijar sus tarifas y pactar libremente precios, sin discriminar entre clientes.[12]

Los servicios de comunicación audiovisual fueron objeto de un régimen especial aprobado en el año 2009 al sancionarse la ley 26.522 (“Ley de Medios”), una ley que impuso severas limitaciones a la concentración de licencias de servicios de comunicación audiovisual en manos de un mismo grupo empresario, fijando un plazo de un año para que quienes no estuvieran ceñidos a los parámetros fijados se ajustasen a ellos a través de la transferencia a terceros de las licencias respectivas (“cláusula de desinversión”).[13]

En el año 2014, el Congreso de la Nación sancionó la ley 27.078 (“Ley de Argentina Digital”), que declaró de “interés público” el desarrollo de las TICs y sus recursos asociados, con vistas a garantizar la neutralidad de las redes y el acceso universal a los servicios involucrados, con los más altos estándares de calidad para todos los habitantes del país[14]. La ley mantuvo la condición de servicio público para el Servicio Básico Telefónico[15] y asignó carácter de servicio público esencial y estratégico de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) en competencia al uso y acceso a las redes de telecomunicaciones, para y entre licenciatarios de Servicios de TIC”.[16] Las tarifas correspondientes a estos segmentos, más aquellas que determinase la autoridad de aplicación, podrían ser fijadas por ésta, en tanto que el resto de los licenciatarios de servicios de TIC estarían facultados a establecer sus precios en términos “justos y razonables” y suficientes para “cubrir los costos de la explotación y tender a la prestación eficiente y a un margen razonable de operación”.[17]

La ley 27.078 fue modificada al año siguiente por el decreto 267/2015 (de necesidad y urgencia), el que -entre otras cosas, derogó el artículo 15 del texto legal, que reconocía carácter de servicio público esencial y estratégico de servicios de TIC en competencia al uso y acceso a las redes de telecomunicaciones, dejando consiguientemente sin efecto la potestad del regulador de fijar su tarifa.[18] Los considerandos de este decreto resaltan la tendencia a la convergencia tecnológica que se venía evidenciando entre los servicios de comunicación audiovisual y los servicios de las TICs (con la consiguiente difuminación de las fronteras tecnológicas entre ambos), proceso que tornaba necesaria la unificación de la labor regulatoria que la norma concretó a través de la creación del Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM),[19] como autoridad de aplicación de las leyes 26.522 y 27.078.

Puede decirse, en consecuencia, que en las tres décadas siguientes a la privatización de los servicios operada en la década de 1990 la actividad estuvo sustancialmente liberalizada con la sola excepción del Servicio Básico Telefónico, salvo por el breve lapso de un año posterior a la sanción de la ley 27.078 en el que rigió, también, un régimen de servicio público respecto del uso y acceso a las redes para y entre licenciatarios de servicios de TIC. La expansión y desarrollo tecnológico alcanzado por el sector durante este período ha sido exponencial, en el marco de una intensa competencia y con una creciente proliferación de operadores.

2.2. Modificaciones introducidas por el decreto 690/2020 y sus normas reglamentarias

El decreto 690/2020 (en adelante, “DNU 690/20”) implicó un giro de indudable relevancia en el proceso evolutivo que se viene describiendo, merced a los cambios que introdujo en el marco regulatorio general del sector, sin perjuicio de otras medidas coyunturales que también adoptó (puntualmente, la suspensión de cualquier aumento de precios anunciado entre el 31 de julio y el 31 de diciembre de 2020)[20] vinculadas al contexto de la emergencia económica y sanitaria derivado de la pandemia desatada por el Covid-19 en el que se inserta su emisión.[21]

Por de pronto, el citado decreto restablece -casi en términos idénticos a su versión original- el derogado artículo 15 de la ley 27.078, al declarar que “los Servicios de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) y el acceso a las redes de telecomunicaciones para y entre licenciatarios y licenciatarias de servicios TIC son servicios públicos esenciales y estratégicos en competencia”.[22]

La gran novedad a este respecto pasa, sin embargo, por la calificación como servicio público del servicio de telefonía móvil, en todas sus modalidades, con la expresa previsión de que sus precios serán fijados por la autoridad de aplicación.[23] Se trata, pues, de una medida inédita, que no cuenta con antecedentes en nuestro ordenamiento nacional.

Finalmente, resulta también de enorme significación la delegación de atribuciones que dispone el DNU 690/20 en favor de la autoridad de aplicación del régimen (el ENACOM) a dos respectos: en lo que hace a la fijación de los precios de los servicios públicos esenciales y estratégicos de las TIC en competencia, los prestados en función del Servicio Universal y aquellos otros que determine esa misma autoridad por razones de interés público;[24] como en lo que concierne a la reglamentación de la prestación básica universal obligatoria que deberá ser brindada con relación a esos mismos servicios[25] y respecto del (ahora) servicio público de telefonía móvil.[26]

Durante los meses subsiguientes al dictado del DNU 690/20, y en ejercicio de las facultades antedichas, el ENACOM emitió sucesivos actos fijando límites a los precios de los distintos servicios de TIC, comprensivos de los servicios de telefonía fija y de comunicaciones móviles; los servicios de acceso a Internet; y los servicios de radiodifusión por suscripción mediante vínculo físico, radioeléctrico o satelital.[27]

El organismo también ejercitó sus atribuciones para establecer los alcances de las prestaciones básicas universales obligatorias, determinándolas para el Servicio Básico Telefónico, los Servicios de Comunicaciones Móviles, el Servicio de Valor Agregado de Acceso a Internet, y los servicios de televisión paga por suscripción mediante vínculo físico o radioeléctrico o satelital.[28]

2.3. Crítica a las reformas dispuestas por el decreto 690/2020

Es de toda obviedad que el propósito que inspiró el dictado del DNU 690/20 no ha sido otro que virar hacia un mayor intervencionismo en la industria de las TICs. En un sector que había venido desarrollándose con notable dinamismo (no exento, desde luego, de ciertas disfuncionalidades) bajo un manto de libre competencia, exhibiendo incesantes progresos tecnológicos y el continuo surgimiento de nuevos operadores, el Poder Ejecutivo ha optado por apelar, en forma extendida, al mayor instrumento jurídico de intervención, cual es la técnica del servicio público, proyectándolo incluso sobre el área de la telefonía móvil que, desde sus inicios, había estado siempre ajena a ese régimen.

Desde una perspectiva político-ideológica, semejante avance estatal genera, por cierto, miradas y juicios dispares. No es ese, sin embargo, el terreno de análisis al que habremos de abocarnos, sino que procuraremos atenernos a un escrutinio estrictamente jurídico del acto en cuestión, limitándonos incluso a enunciar apenas -no mucho más- los distintos frentes de crítica que su dictado puede suscitar.

2.3.1. Invasión por el Poder Ejecutivo del ámbito de incumbencias privativo del legislador

Ante todo, la calificación de una actividad económica como servicio público por obra de un decreto de necesidad y urgencia resulta, por sí misma, cuestionable.

Más allá de los interminables debates que desde siempre se han generado respecto del significado y consecuencias precisas que cabe asignar a la declaración de una actividad como servicio público, existe sobrado consenso respecto de que tal medida comporta el grado máximo de intervención pública en el campo económico, y que por tal motivo su adopción queda reservada al legislador.

Cabría, aun así, preguntarse sobre la posibilidad de que, asumiendo que se verificasen los presupuestos necesarios, pueda el Poder Ejecutivo tomar semejante decisión en ejercicio de sus facultades extraordinarias de actuar como legislador que le confiere el artículo 99, inciso 3, de la Constitución Nacional. Esta hipótesis ha merecido un rotundo rechazo por un sector de la doctrina, esgrimiendo que el constituyente ha sido explícito al conferir al legislador, con carácter privativo, la potestad (y el deber) de dictar los marcos regulatorios de los servicios públicos de competencia nacional,[29] lo cual excluiría toda posibilidad de que el órgano ejecutivo lo haga en su lugar.[30]

Sobre la base de estas consideraciones, compartimos la idea de que la publificación de una actividad a través de su declaración como servicio público constituye una atribución reservada al Congreso de la Nación cuando se trata de un servicio público nacional, que requiere, por tanto, inexorablemente del dictado de una ley en sentido material y formal.

2.3.2. Incertidumbre generada por la ambigüedad y lagunas del decreto

Un segundo orden de reparos frente al DNU 690/20 radican en la notoria oscuridad del régimen que instaura, no solo derivada de lo que dice (debido al uso indiscriminado de nociones de por sí controvertidas en cuento a su alcance), sino también en razón de lo que omite establecer (en particular, la ausencia de un marco regulatorio específico para las actividades que erige como servicios públicos). En una industria tan requerida de ingentes inversiones como es la de las TICs, en general, y de la telefonía celular, en particular, tamaña ambigüedad resulta particularmente preocupante.

A lo largo de su reducido articulado, el decreto bajo examen emplea, alternativamente, expresiones como “servicio público”, “servicio público en competencia”, “servicios públicos esenciales y estratégicos en competencia”, “servicios públicos esenciales y estratégicos de las TIC en competencia”, y servicios de “prestación básica universal obligatoria”. La noción misma de servicio público entraña, como es sabido, enormes dificultades para los operadores jurídicos en cuanto a sus consecuencias concretas, las que se agravan, irremediablemente, cuando a la par de ella se alude a conceptos de uso no habitual en nuestro medio, como lo son los de servicio público en competencia y servicio público esencial y estratégico.

Pero el desconcierto se agrava cuando luego de encuadrar a las actividades involucradas bajo las figuras antedichas, lo cual conduce a considerar que las mismas han sido objeto de una genérica publificación, se encomienda a la autoridad de aplicación la tarea de reglamentar “la prestación básica universal” para cada una de ellas. Sabido es que esta última técnica tiene su sentido en el contexto de actividades liberalizadas (no publificadas), para imponer a quienes operan en ese marco ciertas obligaciones de servicio público, que aluden a unas prestaciones mínimas (aquellas que configuran, precisamente, el servicio universal en cuestión, determinado como tal por la autoridad), prestaciones que deberán ser obligatoriamente suministradas en condiciones propias de un régimen de servicio público.[31] De allí que resulte -a nuestro juicio- sobreabundante declarar a las TIC y a la telefonía móvil como servicios públicos, para disponer acto seguido la necesidad de establecer, por vía reglamentaria, cuál será el alcance de la prestación básica universal obligatoria que deberán brindar sus prestadores en términos de igualdad.[32]

A tales despropósitos se añade, por lo demás, la inconsecuencia de crear un servicio público (el de la telefonía móvil) sin aprobar el correspondiente marco regulatorio bajo el cual habrá de regirse. La incertidumbre en que tal vacío deja a operadores y usuarios es mayúscula.

2.3.3. Reparos desde la perspectiva de la razonabilidad de las medidas adoptadas

El Poder Ejecutivo fundó el dictado del DNU 690/20 en razones vinculadas a la importancia de que todas las personas tengan garantizado el derecho de acceso a las TIC, como portal de acceso a la educación, a la información y al entretenimiento, y pilar fundamental para la construcción del desarrollo económico y social. En el considerando del acto se invoca, incluso, la tendencia comparada a calificar el acceso a Internet y a las TIC en general como un auténtico derecho humano. De allí concluye el decreto que “el derecho humano al acceso a las TIC y a la comunicación de cualquiera de sus plataformas requiere de la fijación de reglas por parte del Estado para garantizar el acceso equitativo, justo y a precios razonables”, con vistas a “garantizar para la totalidad de los habitantes de la Nación el acceso a las TIC”.

Se trata, pues, de una justificación sumamente vaga, que no precisa las circunstancias que tornarían necesario para publificar las actividades involucradas como medio indispensable para alcanzar tan loables metas. Así lo ha interpretado la autoridad judicial al resolver el cuestionamiento llevado adelante por una importante licenciataria del sector contra el DNU 690/20 y las resoluciones dictadas por el ENACOM en su consecuencia. Entre los argumentos expuestos para acoger la medida cautelar suspensiva del acto planteada por la actora en esa causa, el tribunal de Cámara que intervino señaló que “no se advierte de qué modo las medidas implementadas, con la secuela de afectación -tanto a los derechos adquiridos al amparo del régimen de libre competencia, cuya licitud no está en discusión, como a los servicios prestados- , que tales dispositivos conllevan (…), resulten de estricta e imperiosa necesidad y por lo mismo, guarden relación de proporcionalidad con los objetivos trazados”, máxime cuando, como hace notar el mismo pronunciamiento, existirían otras alternativas, entre las cuales menciona la resolución alude a la posibilidad de disponer de los recursos que integran el Fondo Fiduciario del Servicio Universal regido por la Resolución 721/20 del ENACOM.[33]

Nadie pone en duda la trascendencia que ha adquirido el acceso a internet, agudizada tras la pandemia de Covid-19, que universalizó el fenómeno del teletrabajo, la educación a distancia y la prestación de un sinnúmero de servicios (incluso los relativos a la atención sanitaria) en forma virtual. El error está en considerar que la calificación de las actividades implicadas como servicios públicos sea el remedio adecuado para garantizar el acceso a ellos, necesariamente.

2.3.4. Inconstitucionalidad de la delegación dispuesta en favor del ENACOM

Otro rasgo del DNU 690/20 que denota su manifiesta inconstitucionalidad reside en la amplitud de la delegación de facultades materialmente legislativas que la norma dispuso en favor del ENACOM.

Resulta, ya de por sí, cuestionable que el Poder Ejecutivo se arrogue la atribución de trasvasar a otro órgano de la esfera administrativa poderes que competen privativamente al Congreso, como es el caso del dictado de la normativa sustantiva que integra el marco regulatorio de los servicios públicos. Es eso y no otra cosa lo que hacen las disposiciones del decreto que encomiendan al ENACOM reglamentar la prestación básica universal obligatoria de los servicios públicos declarados.

Pero a ese pecado de origen, se suma el hecho de que tal improcedente acto de delegación no satisface en lo más mínimo las exigencias que impone el artículo 76 de la Constitución Nacional para que una decisión de esa naturaleza sea reputada admisible. Basta leer el decreto para advertir la amplitud de la encomienda en juego, que no va acompañada de ninguna pauta que opere como base para el ejercicio de tales prerrogativas, ni fija un plazo límite para su ejercitación.[34]

2.3.5. Lesión al derecho de propiedad derivada de las cargas de servicio público impuestas por las normas reglamentarias del decreto

Un último motivo de crítica que sobresale frente a las normas comentadas está referido al detrimento patrimonial que ellas producen para los licenciatarios de los servicios TIC que obtuvieron sus títulos habilitantes con precedencia al dictado del DNU 690/20 y las Resoluciones 1466/2020 y 1467/2020 del ENACOM.

Los límites a los precios que aquéllos perciben por los servicios que brindan, pero de manera aún más ostensible los deberes de servicio público sobrevinientes, ajenos a las prestaciones básicas universales obligatorias que les han sido impuestas al amparo de las normas mencionadas, generan un inevitable desequilibrio en las ecuaciones de sus licencias, sin que se haya previsto compensación alguna a su favor para contrarrestar tal desajuste y, de ese modo, restablecer los términos originales de sus contratos.

La situación expuesta comporta, pues, no solo una lesión al derecho de propiedad de las empresas alcanzadas, sino que también contradice la garantía de la igualdad frente a las cargas públicas consagrada por el artículo 16 de la Constitución Nacional.

3.      Avances de la intervención pública en materia de salud

3.1. El derecho a la salud y el rol del Estado

El derecho a la salud, verdadero derecho humano fundamental según lo han reconocido las Encíclicas Pontificias Laborem Excens (1981) y Centesimus Annus (1991) y diversos Tratados Internacionales ratificados por nuestro país, tiene raigambre constitucional desde el principio de nuestra organización jurídico-política.

Tiene su presupuesto lógico en el derecho a la vida, sin la cual es evidente que no habría lugar al ejercicio de ninguno de los derechos reconocidos en nuestra Carta Magna.

Y si bien ni uno ni otro (el derecho a la vida y el derecho a la salud) fueron explícitamente mencionados como tales en nuestra Constitución, su reconocimiento se impone, no solo por una razón de sentido común como la antes expuesta, sino porque el propio texto institucional en la llamada “cláusula residual” del art. 33, establece que “las declaraciones, derechos y garantías, que enumera la Constitución, no serán entendidas como negación de otros derechos y garantías no enumerados”. Es que, el derecho a la vida y a la salud se imponen por su propia naturaleza.

En tal sentido, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tiene reiteradamente dicho que el Estado está obligado a proteger la salud pública, porque el derecho a la salud está comprendido dentro del derecho a la vida como primer derecho natural de la persona humana.

Así por ejemplo, en el año 2000, en el caso “Asociación Benghalensis y Otros c/ Estado Nacional” receptando el dictamen del Procurador General de la Nación sostuvo la Corte que: “El derecho a la vida, más que un derecho no enumerado en los términos del art. 33 de la Constitución Nacional, es un derecho implícito, ya que el ejercicio de los derechos reconocidos expresamente requiere necesariamente de él. A su vez, el derecho a la salud, máxime cuando se trata de enfermedades graves, está íntimamente relacionado con el primero y con el principio de la autonomía personal (art. 19 de la Constitución Nacional), toda vez que un individuo gravemente enfermo no está en condiciones de optar libremente por su propio plan de vida”.

Adicionalmente, en la reforma Constitucional de 1994, se incorporó el art. 42 donde se explicita que los consumidores de bienes y servicios tienen derecho, en la relación de consumo, a la protección de la salud.

Personalmente, y si bien es correcto el fin último de garantizar expresamente la protección de la salud en la Constitución, no ha resultado feliz vincularlo a “la relación de consumo” ya que el derecho a la vida y la salud están muy por encima de ese concepto de tipo material.

De todo lo hasta aquí expuesto, resulta entonces que las prestaciones de salud, deben estar prioritariamente a cargo del Estado, sin perjuicio del “complemento” del sector privado.

Y no debemos olvidar la conclusión precedente, para evitar caer luego en las respuestas hipócritas o cínicas que en la discusión sobre la regulación de la actividad de prestación de servicios médicos pretende cargar toda las tintas en las obras sociales, las empresas comerciales de medicina prepaga y demás entidades que prestan estos servicios, pareciendo olvidar que si todas estas existen es precisamente por el progresivo deterioro del hospital público cuya dirección y sostenimiento está a cargo del Estado, quien tiene la obligación primigenia de garantizar el derecho a la salud.

En otras palabras, a la hora de establecer una regulación en esta materia el Estado no puede pretender transferir a la actividad privada u otro tipo de entidades no estatales un rol primario, olvidando que es el Estado el principal obligado a satisfacer el derecho a la salud.

El progresivo deterioro de la infraestructura y las prestaciones del hospital público, tanto a nivel nacional, provincial como municipal, ha determinado que gran parte de la población deba confiar el cuidado de su salud a las obras sociales –en este caso por imperio legal–, a las cuales retribuyen con los aportes que se deducen de sus salarios quienes están en relación de dependencia, o bien a las empresas de medicina prepaga y obras sociales con planes para adherentes, mediante la asunción directa de los costos de tal prestación por quienes se desempeñan en forma autónoma (empresarios grandes y pequeños, profesionales, etc.). Hasta los jubilados, cuyos ingresos o ayuda familiar se lo permiten, tratan de afiliarse a una prepaga para paliar las limitaciones propias de la atención que se les dispensa a través del PAMI.

Este sector de la población que debe hacerse cargo de la protección de la salud que el Estado no está en condiciones de brindarle, se ve particularmente afectado por los periódicos incrementos en las cuotas que abonan por el servicio de medicina prepaga, cuyos prestadores están a su vez sometidos a una fuerte presión de parte de las clínicas, sanatorios, centros de diagnóstico, laboratorios y los profesionales de la salud, quienes pujan por el aumento de sus aranceles.

Y si bien este fenómeno encuentra en parte su origen en el endémico proceso inflacionario que afecta a la economía en general de nuestro país, existen otras razones fundamentales que gravitan quizás con mayor intensidad sobre los crecientes costos que deben afrontar los afiliados a las obras sociales y a las empresas de medicina prepaga, y que se derivan de un intervencionismo estatal errado y de decisiones judiciales que, en aras de proteger situaciones individuales, pierden de vista sus efectos nocivos sobre todo un sistema.

3.2. Composición y regulación del sistema de salud. El PMO y la ley de EMP. Críticas.

El sistema de salud en la Argentina se encuentra integrado por tres subsectores: a) el subsistema público, b) el subsistema de la seguridad social y c) el subsistema privado.

a) Considerando que cada provincia conserva todo el poder no delegado en la nación (art. 121 C.N.), este subsector está integrado por los hospitales nacionales, los de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y los dependientes de las 23 provincias (a los que cabe agregar los numerosos dependientes de diversos municipios en todo el país). Este subsector se financia con recursos de las tesorerías nacionales, provinciales y municipales, respectivamente.

b) El subsistema de la seguridad social lo componen las obras sociales nacionales (300), las provinciales (24), las obras sociales universitarias (27), las de las fuerzas armadas, de seguridad y de la policía (4) y otros subsistemas dependientes del poder legislativo y judicial. Una particularidad de este subsistema es que sobre 300 obras sociales solamente 15 nuclean al 80% de los beneficiarios totales. Este subsector se financia con aportes y contribuciones de empleados y empleadores.

c) En cuanto al subsistema privado es el regulado por la Ley 26.682 del año 2011 que alcanza a las entidades catalogadas como “Empresas de Medicina Prepaga” (en adelante EMP), aunque reúne a entidades de diversa tipología jurídica tales como sociedades comerciales (275), obras sociales con planes de adherentes, planes superadores y/o complementarios (90), y otras entidades cuyo objeto sea brindar prestaciones de salud (51 asociaciones civiles, 34 cooperativas, 262 mutuales y 6 fundaciones (registradas en la Superintendencia de Seguros de Salud). Este subsector se financia con el pago de las cuotas a cargo de los beneficiarios.

Entre los subsistemas privado y de la seguridad se atiende casi al 70% de la población del país, mientras que el subsector público se ocupa de poco más del 30% restante

Por la Ley 24.754 (año 1996) se creó el Programa Médico Obligatorio (PMO), a partir del cual se estableció que tanto las obras sociales como las empresas de medicina prepaga deberían brindar a todos sus asociados un conjunto de prestaciones médicas mínimas en forma obligatoria.

Pero esta iniciativa no exenta de razonabilidad en su momento se fue desnaturalizando con el transcurso del tiempo, debido a la sucesiva inclusión de prácticas quirúrgicas, tratamientos y medicamentos de altísimo costo, que parecen desconocer que la actividad de las empresas de medicina prepaga y la de las obras sociales que cuentan con planes para adherentes se estructuran a la manera de un seguro cuyos costos resultan de un cálculo actuarial ajeno a cualquier voluntarismo bien intencionado.

Es así que la sumatoria de tratamientos como los de sida, de drogodependencia, de determinadas discapacidades, de enfermedades que requieren costosísimos medicamentos, prácticas quirúrgicas como la de la banda gástrica, o el caso de los tratamientos de fertilización (que además engloban el problema de los embriones y los consecuentes partos múltiples y la delicada y a veces prolongada atención neonatológica posterior), representan un altísimo costo económico muy difícil de afrontar sin afectar la calidad y/o los costos del servicio por el que pagan el conjunto de los afiliados a un sistema de medicina prepaga.

No se trata aquí de negar el derecho a acceder al tipo de tratamientos o prácticas mencionadas anteriormente, sino de tomar conciencia que las mismas no pueden ser impuestas a la fuerza a entidades privadas o públicas no estatales, a menos que el Estado arbitre los medios para compensar económicamente estas prestaciones, total o parcialmente.

De no arbitrar dichos medios, el inevitable incremento de los costos para la prestación del servicio y el consecuente incremento de las cuotas, llevará a la sucesiva expulsión de afiliados del sistema y/o al quebranto económico y progresiva desaparición de las empresas y demás entidades que se dedican a esta actividad. Y lo paradójico del caso es que, frente a esa eventualidad, se terminaría volcando al hospital público un caudal de demanda que incrementará dramáticamente el déficit de atención actual, morigerado precisamente por la existencia de la actividad de la medicina prepaga. Valga mencionar que tomando el conjunto de las 300 obras sociales, solo 83 de ellas tienen una cápita superior o igual a la requerida para cubrir el PMO.

A esto, y como consecuencia, se le debe agregar la “judicialización” de la salud que se traduce en la incesante promoción de acciones contra las obras sociales y las empresas de medicina prepaga reclamando prestaciones de todo tipo, tales como tratamientos novedosos o medicamentos de altísimo costo, a los cuales en muchos casos se hace lugar sin que exista evidencia científica acerca de su procedencia en los casos en que se plantean.

A título de ejemplo, en la actualidad existe una medicación que permite un mejoramiento en el tratamiento de la atrofia muscular espinal (AME), cuyo costo de adquisición supera los 2.000.000 de dólares, y se estima que podría haber en el país entre 500 y 800 casos con esa patología, lo que implicaría una erogación potencial de entre 1.200 y 1.800 millones de dólares (¡!), imposible de afrontar por las obras sociales y empresas de medicina prepaga.

Con fecha 16 de mayo de 2011 se promulgó la Ley 26.682 que instituyó el denominado Marco Regulatorio de Medicina Prepaga (en adelante la “ley de EMP”).

A través de su Artículo 1° se estableció como objeto de la misma lo siguiente:

“La presente ley tiene por objeto establecer el régimen de regulación de las empresas de medicina prepaga, los planes de adhesión voluntaria y los planes superadores o complementarios por mayores servicios que comercialicen los Agentes del Seguro de Salud (ASS) contemplados en las Leyes Nros. 23.660 y 23.661”.

Quedan también incluidas en la presente ley las cooperativas, mutuales, asociaciones civiles y fundaciones cuyo objeto total o parcial consista en brindar prestaciones de prevención, protección, tratamiento y rehabilitación de la salud humana a los usuarios, a través de una modalidad de asociación voluntaria mediante sistemas pagos de adhesión, ya sea en efectores propios o a través de terceros vinculados o contratados al efecto, sea por contratación individual o corporativa. En todas aquellas actividades que resulten ajenas a dicho objeto continuarán rigiéndose por los respectivos regímenes que las regulan.”

Desafortunadamente, en la génesis del proyecto que resultó finalmente sancionado como Marco Regulatorio de la Medicina Prepaga primó un criterio de defensa a ultranza de los derechos del consumidor, sin una debida contrapartida en la defensa de la viabilidad y sustentabilidad del subsistema privado de salud considerado de manera integral (contemplando las obras sociales con adherentes y planes superadores), en donde los actores que lo componen (financiadores y prestadores), deben poder contar con los recursos económicos necesarios que les permitan satisfacer de manera adecuada los servicios, tratamientos, prácticas y demás prestaciones que les fueran requeridas por los usuarios y beneficiarios de dicho subsistema.

En este sentido, y en adición a la obligatoriedad fijada por el Artículo 7° de la Ley de cubrir, como mínimo en sus planes de cobertura médico asistencial, el Programa Médico Obligatorio (PMO) y el Sistema de Prestaciones Básicas para Personas con discapacidad prevista en la ley 24.901 y sus modificatorias, cabe tener presente que a través de los artículos 10 y 11 de la Ley se introdujeron obligaciones a cargo de las EMP susceptibles de poner en serio peligro la viabilidad y sustentabilidad del subsistema.

Así, a través del art. 10 de la Ley, se impide rechazar la afiliación de personas con afecciones preexistentes y, además, se prohíbe establecer períodos de carencia para todas las prestaciones incluidas en el PMO. Tal previsión legal determina entonces que personas que nunca han efectuado aportes al sistema solidario de salud, habrán de poder acceder al mismo para hacerse atender en forma inmediata de sus dolencias preexistentes, usufructuando de los aportes que han venido haciendo desde muchos años previos otros afiliados.

Ello significó la introducción de un privilegio que, como tal, requería de una adecuada reglamentación para que no terminase siendo una forma de favorecer inequitativamente a quienes se negaron por propia decisión a participar en tiempo oportuno del esquema solidario de salud. Sin embargo, la reglamentación del art. 10 de la Ley, efectuada a través del Decreto 1993/11, por la cual la SSSalud establecería plazos de preexistencia y valores diferenciales para tales supuestos, en poco y nada permite corregir la desigualdad de trato y la cuasi confiscación que sufrirán los “viejos” aportantes al sistema de Obras Sociales, cuando vean que con sus dineros se atiendan a otras personas que jamás hicieron el más mínimo esfuerzo por ser previsores y preocuparse por el futuro de su salud.

Y algo similar a lo ya dicho sucede con lo que establece el Artículo 11 de la Ley, que impide considerar a la edad como factor de rechazo de la afiliación. En este caso, se permite que personas de más de 65 años, que hasta antes de la sanción de la Ley ahora tenían restringido el acceso voluntario al sistema solidario, puedan acceder al mismo y tener plena libertad para hacer uso inmediato de las prestaciones de salud sin limitaciones de ningún tipo.

Del mismo modo que en el caso de las personas con afecciones preexistentes, quienes se afilien con más de 65 años de edad tienen ahora el privilegio de acceder, sin haber hecho ningún aporte previo, a las prestaciones de salud que supieron costear otros ciudadanos previsores que aportaron durante años y años para garantizarse un buen nivel prestacional.

Consideramos a este respecto que la previsión reglamentaria del Artículo 12 del Decreto 1993/11, que alude a una matriz de cálculo actuarial de ajuste por riesgo, que a pesar del tiempo transcurrido desde la entrada en vigencia de la Ley aún no fue explicitada, no brindará una solución efectiva a esta inequidad, ya que existirán prestaciones, por lo costosas que resultan, que difícilmente podrán ser amortizadas con los adicionales que puedan surgir de la aplicación de la mencionada matriz de cálculo actuarial por riesgo. Para peor, cabe destacar que en oportunidad de dictarse la Resolución SSS N° 419/12 no solo no se cumplió con la obligación legal de establecer la referida matriz de cálculo, sino que en la parte final del artículo 4° de dicho acto que dispone que las EMP tendrán a su cargo fijar los valores de las cuotas aplicables para los usuarios mayores de 65 años, se prescribe que las propias EMP "deberán indicar los cálculos actuariales realizados para determinar el valor de la cuota fijada".

Desde que se sancionó la Ley, y como consecuencia de la aplicación de las dos disposiciones antes referidas se han incorporado al subsistema privado –considerado integralmente– muchas personas con preexistencias o más de 65 años, que obligan a erogar un gasto absolutamente desproporcionado en función a lo que ingresan por cuotas, sin que previamente hayan aportado nada al sistema solidario. De acrecentarse la tendencia al ingreso de estos nuevos afiliados las consecuencias pueden ser muy negativas. Y ello, con el agravante de que en muchos casos la Superintendencia de Servicios de Salud ha obligado a las entidades del subsistema a incorporar a algunos de ellos aunque habían falseado declaraciones juradas, y en otros varios casos sin poder aplicar una cuota diferencial como lo prevé la Ley.

En suma, la sanción de la Ley ha producido y producirá un importante incremento en el costo prestacional, sin que se hayan previsto mecanismos para su traslado a las cuotas que pagan los afiliados a obras sociales con planes de adherentes y superadores y a las demás empresas de medicina prepaga, ni forma de compensar de otro modo este inequitativo incremento de costos, siendo susceptible –de incrementarse la tendencia– de poner en peligro la óptima cobertura de los afiliados que vienen desde antiguo efectuando responsable y previsoramente sus aportes al sistema solidario.

Adicionalmente, no puede soslayarse la circunstancia de que aún antes de la sanción de la Ley, y con posterioridad a su entrada en vigencia se generaron condiciones para que se produzca un crecimiento progresivo e incesante del gasto médico, como resultado de nuevas regulaciones y leyes que han incorporado nuevas prestaciones al PMO (PMI, Crónicos, HIV, Hemofílicos, Enfermedades Poco Frecuentes, Fertilización, Drogodependencia, Alcoholismo, Obesidad, Hepatitis Crónica, Asistente Domiciliario, Celiaquía, Anticoncepción, Discapacidad), sin que en ningún caso las normas que incluyeron estas nuevas prestaciones obligatorias hubiesen previsto que el mayor gasto resultante se cubra con otros recursos que no fuesen los provenientes del pago de las cuotas que regularmente pagan todos los afiliados del sistema a sus respectivas EMP. A lo anterior, se debe agregar el inevitable crecimiento del gasto médico proveniente de las nuevas prácticas, medicamentos y tecnología aplicadas a la ciencia médica como fruto de la permanente investigación e innovación.

Y por último, y quizás lo actualmente más relevante como causal de incremento nominal del costo médico, es el fenómeno inflacionario endémico que afecta a nuestro país y que ha motivado que en los últimos años se otorgasen incrementos de varios dígitos en los sueldos de los profesionales y auxiliares de la sanidad, como resultado de las paritarias, con particular y progresiva incidencia a partir del año 2012.

Desde esta perspectiva parece desconocerse que la actividad de las empresas de medicina prepaga y la de las obras sociales que cuentan con planes para adherentes se estructuran a la manera de un seguro cuyos costos resultan de un cálculo actuarial ajeno a cualquier voluntarismo demagógico.

A modo de ejemplo, piénsese qué ocurriría con las compañías de seguros si desde el estado se dispusiese ahora que frente a un robo de un automotor la aseguradora deberá hacerse cargo de responder por el costo de todos los objetos que el dueño hubiese dejado en el interior del mismo cualquiera fuese su valor, y sin que la compañía pudiese incrementar el precio de la prima para afrontar este nuevo riesgo, o que se imponga la obligación a las compañías de asegurar automóviles chocados como si estuviesen en buen estado. Ciertamente, parece descabellado.

No se nos escapa que los valores en juego en una y otra actividad son notoriamente distintos, sino que buscamos solamente graficar la inviabilidad en términos económicos del marco regulatorio en vigencia, para demostrar que el mismo conducirá a un progresivo deterioro del único subsistema de salud que hoy funciona razonablemente en nuestro país, frente a la ostensible falta de capacidad del Estado para cumplir con su obligación de garantizar el derecho a la salud.

3.3. La regulación de los incrementos de las cuotas que retribuyen el servicio de salud prestado por las EMP

Con anterioridad a la sanción de la Ley, y en su carácter de agente del seguro de salud regulado en las Leyes 23.660 y 23.661, a los efectos de establecer incrementos en sus cuotas, las obras sociales se ajustaban a lo prescripto en el art. 18 de la Ley 23.661, observando además el cumplimiento de la notificación que debía efectivizarse a los afiliados en forma previa a efectuar cualquier modificación contractual, entre ellas, el precio.

Por su parte, la Resolución INOS 490/90 que autorizó a las Obras Sociales a incorporar asociados voluntarios, en su art. 4 inc. a) establece expresamente: "Las cuotas que deberán abonar los beneficiarios adherentes se fijarán en función del costo de las prestaciones que las Obras Sociales brinden a sus beneficiarios, estableciéndose sistemas de actualización que contemplen la efectiva variación de dicho costo".

En lo que hace a las EMP en general, antes de la ley 26.682, podían modificar las cuotas cumpliendo los recaudos establecidos en el Anexo I de la resolución 9/2004 de la Secretaría de Coordinación Técnica del Ministerio de Economía), modificada por su similar 175/2007 de la Secretaría de Comercio Interior.

De estas resoluciones surgía que los aumentos sólo estaban supeditados básicamente a dos requisitos: (i) la posibilidad de aplicarlos debía estar prevista en el respectivo contrato prestacional, y (ii) el aumento debía ser objetivo y general, etc.

De tal manera, no hacía falta ninguna autorización administrativa emitida con carácter previo a la disposición de aumentos.

Ahora bien desde la entrada en vigencia la Ley de EMP y su decreto reglamentario N° 1993/2011, la posibilidad de aplicar incrementos de cuotas en el sector se encuentra reglada.

Es así que el artículo 17 de la Ley, bajo el título de “Cuotas de Planes”, dispone que: “La Autoridad de Aplicación [el Ministerio de Salud de la Nación] fiscalizará y garantizará la razonabilidad de las cuotas de los planes prestacionales, agregando a renglón seguido que será quien “…autorizará el aumento de las cuotas cuando el mismo esté fundado en variaciones de la estructura de costos y razonable cálculo actuarial de riesgos”.

Por su parte, el Decreto N° 1993/2011, al reglamentar el referido artículo 17° de la Ley estableció que: La SUPERINTENDENCIA DE SERVICIOS DE SALUD implementará la estructura de costos que deberán presentar las entidades, con los cálculos actuariales necesarios, la verificación fehaciente de incremento del costo de las prestaciones obligatorias, suplementarias y complementarias, las nuevas tecnologías y reglamentaciones legales que modifiquen o se introduzcan en el Programa Médico Obligatorio (PMO) en vigencia, el incremento de costos de recursos humanos y cualquier otra circunstancia que la SUPERINTENDENCIA DE SERVICIOS DE SALUD y las entidades comprendidas en la presente reglamentación, consideren que incide sobre los costos de la cuota de los planes ya autorizados”

En forma complementaria, el artículo 5° inc. g) del referido decreto reglamentario de la Ley establece que:Las cuotas que deberán abonar los usuarios se autorizarán conforme las pautas establecidas en el artículo 17 del presente. Las entidades que pretendan aumentar el monto de las cuotas que abonan los usuarios, deberán presentar el requerimiento a la SUPERINTENDENCIA DE SERVICIOS DE SALUD, la que lo elevará al Ministro de Salud para su aprobación, previo dictamen vinculante de la SECRETARIA DE COMERCIO INTERIOR del MINISTERIO DE ECONOMIA Y FINANZAS PUBLICAS. Las entidades deberán, una vez autorizado dicho aumento, informar a los usuarios los incrementos que se registrarán en el monto de las cuotas con una antelación no inferior a los TREINTA (30) días hábiles, contados a partir de la fecha en que la nueva cuota comenzará a regir. Se entenderá cumplimentado el deber de información al que se refiere el presente apartado, con la notificación incorporada en la factura del mes precedente y/o carta informativa” (lo destacado, es propio).

De tal forma, resulta que a partir de la entrada en vigencia de la Ley de EMP:

(i)        Se requiere autorización estatal expresa para poder incrementar las cuotas de los planes de medicina prepaga, a todas las entidades consideradas sujetos de la ley;

(ii)       La Autoridad de Aplicación con competencia para autorizar los incrementos de cuotas es el Ministerio de Salud de la Nación (MSN), en tanto el respectivo pedido de incremento esté fundado en variaciones de la estructura de costos y razonable cálculo actuarial de riesgos;

(iii)      Los requerimientos de aumentos de deben presentar ante la Superintendencia de Servicios de Salud (SSSalud), la que los elevará al MSN;

(iv)      Se delegó en la SSSalud implementar la estructura de costos que deberán presentar las entidades, con los cálculos actuariales necesarios, la verificación fehaciente de incremento del costo de las prestaciones obligatorias, suplementarias y complementarias, las nuevas tecnologías y reglamentaciones legales que modifiquen o se introduzcan en el PMO en vigencia, el incremento de costos de recursos humanos y cualquier otra circunstancia que la SSSalud y las EMP, consideren que incide sobre los costos de la cuota de los planes ya autorizados;

(v)       Se dispuso que las cuotas que deberán abonar los usuarios se autorizarán conforme las pautas establecidas en el artículo 17 de la reglamentación de la Ley, lo que implica que, a los fines de obtener la autorización de los incrementos de cuotas, las EMP deberían presentar sus pedidos de autorización en base a “la estructura de costos con los cálculos actuariales necesarios” elaborada por la SSSalud; y

Sin embargo, lo cierto es que la estructura de costos que deberían presentar las EMP, con los cálculos actuariales necesarios, como presupuesto para solicitar los incrementos no ha sido aún implementada por la SSSalud, de modo que las EMP no se encuentran en condiciones legales de presentar pedidos de aumentos de acuerdo a lo establecido en la reglamentación.

Como resultado de la antes referida omisión de parte de la SSSalud en implementar la estructura de costos con los cálculos actuariales necesarios, que en los hechos imposibilitaba el cumplimiento de los recaudos legalmente establecidos por la normativa para solicitar los incrementos de cuotas elaborada por la SSS, se dio en los hechos la situación de que apremiadas por los reclamos de incrementos por parte de los prestadores (derivados a su vez de las paritarias y demás mayores costos que inciden en las prestaciones), la mayoría de la EMP presentaron a la SSSalud solicitudes de incrementos fundadas de la manera en que cada de ellas lo estimó razonable, frente a lo cual el MSN reaccionó disponiendo de forma unilateral, y con carácter generalizado, sucesivas autorizaciones de incrementos de cuotas, sobre la base de supuestos análisis de estructuras de costos y ponderaciones acerca de la incidencia de distintos factores e índices (costo salarial, costos del sector, nuevas prestaciones, etc.), cuyo desarrollo numérico, actuarial e información considerada nunca dio a conocer.

Esta mecánica “de hecho” para autorizar los sucesivos aumentos a partir de la entrada en vigencia de la Ley de EMP llegó al colmo de lo acontecido a fines del año 2020, donde a partir de un informe técnico elaborado en la SSSalud se llegó a la conclusión de que en octubre de 2020 existía una variación de costos de 30%, en base a lo cual se autorizó sobre fin de octubre de ese año un incremento del 25% (sin fundar por qué resultó menor) en dos tramos de 15 (a partir de diciembre) y 10% (a partir de febrero de 2021) para luego, mediante una insólita resolución dictada el 3 de noviembre dejar sin efecto la anterior aduciendo un supuesto “error material” (sin justificarlo de modo alguno) por la cual redujo el incremento a un 10% solamente, a partir de diciembre de ese año.

Esta inentendible decisión, llevó a que el conjunto más representativo de las EMP acudiesen a la justicia solicitando una medida cautelar, por medio de la que se reconoció la vigencia de la derogada resolución antes mencionada como resultado de lo cual, finalmente, el MSN terminó dictando una nueva resolución que autorizó tres tramos de incrementos para el corriente año.

Como se concluye fácilmente, el mecanismo para autorizar los incrementos tarifarios se ha convertido en algo cuasi discrecional, con el agravante que las autorizaciones de incrementos operan sobre la base de mayores costos ya incurridos por las EMP durante el período que van entre el anterior aumento y el posteriormente acordado, en un contexto de alta inflación. Todo un desafío para el adecuado funcionamiento del sistema de salud.

Como antes dijimos, entendemos que la Autoridad de Aplicación no ha dado cumplimiento a las obligaciones que le impone la Ley de EMP, de modo de implementar en debida forma y en tiempo oportuno el sistema de regulación de los incrementos de cuotas, lo que ha redundado en perjuicios actuales para el sector de las EMP y de sus prestadores, que se irán agravando en forma progresiva de no arbitrarse los medios necesarios para dar soluciones a la compleja situación por la que atraviesa el sub-sistema de salud privado y de las obras sociales.

En este escenario, lo cierto es que el peligro no radica únicamente en el quebranto del equilibrio económico-financiero de las EMP, sino también en el eventual deterioro de las prestaciones que recibirán los afiliados a cada empresa.

Esta situación encuentra su origen en la ya referida falta de certeza respecto del procedimiento a seguir y la determinación del monto de ajuste de las cuotas. Ello por cuanto, como se afirmó, no se ha implementado la estructura de costos prevista en la reglamentación del artículo 17 de la Ley aprobada por el Decreto 1993/11, ni establecido un procedimiento en el cual se establezca un plazo cierto y razonable para autorizar los respectivos aumentos junto a un sistema de silencio positivo que implique una garantía a las EMP frente a la inactividad de la Administración, lo cual sería lo lógico y razonable en una actividad que, aún sujeta a cierta regulación estatal, sigue siendo esencialmente privada.

3.4. A modo de conclusión

Con lo hasta aquí expuesto se quiso dar un panorama acerca de la situación actual que enfrenta el sistema de salud en nuestro país.

Como se puso de manifiesto anteriormente tenemos un estado que no está en condiciones actuales de garantizar integralmente el goce del derecho a la salud, no obstante ser el responsable primigenio de proveerla a toda la población.

En efecto, el Estado ha terminado “delegando” su obligación proveer salud en gran parte (en un 70% de la población) entre diversos actores nacionales y provinciales, dentro de los cuales se destacan las obras sociales sindicales y de personal de dirección y las entidades de medicina prepaga con y sin fines de lucro. Es así que cuando se habla de cuánto “gasta” nuestro país en salud resulta en rigor que más del 70% de los recursos son el resultado de aportes y contribuciones de afiliados de las obras sociales y de sus empleadores y de las cuotas que afrontan los beneficiarios de las EMP, mientras que por vía de aportes del tesoro se financia el acceso a los hospitales públicos.

Hay por otro lado una percepción instalada en los beneficiarios de estos subsistemas –no así en el 30% de la población que acude a los hospitales públicos– de que en materia de salud todo debe ser cubierto, sin importar de qué prestación se trate, percepción que es atizada por una falta de responsabilidad regulatoria, básicamente originada en el poder legislativo, y en algunos casos a los poderes ejecutivos de turno, a lo que podría calificarse como “populismo sanitario” (de forma similar al “populismo tarifario” en materia de servicios públicos de gas y electricidad), lo que se ve favorecido porque el sistema siempre sigue funcionando –en apariencia– con cierta normalidad.

Se pierde por completo de vista que los derechos no son absolutos (ej.: derecho a trabajar, derecho a una vivienda digna, el derecho a una jubilación por un valor determinado), todo lo cual nos termina llevando a que vivamos el presente sin que nos importe el futuro.

El constante incremento de los costos en la salud por la triple combinación de la inflación derivada del incremento general de los precios de la economía, la derivada de las nuevas tecnologías y medicamentos y la no menos importante inflación regulatoria, a la que antes nos referimos como populismo sanitario.

Y como una derivación de lo que denominé inflación regulatoria, vale recordar a su vez tres cuestiones previamente referidas.

Una es la Ley de EMP que pone en crisis el principio de solidaridad en que debería estar cimentado el sistema (vgr. inexigibilidad de períodos de carencias y prohibición de admisión adversa por edad), lo que se agrava a su vez por el discrecional y arbitrario sistema instaurado para autorizar los incrementos de cuotas.

La segunda es la existencia del PMO, como buena decisión en su origen, pero desnaturalizado por su incesante crecimiento en prácticas, tratamientos y medicamentos dispuestas sin ton ni son por el Congreso sin prever como se financian (lo que antes denominamos “populismo sanitario”).

La tercera es el fenómeno de la judicialización de la salud, construida sobre la base de una percepción de que en salud todo debe ser cubierto, sin importar quién lo financie. En este sentido, los amparos prestacionales (y en particular por discapacidad) han desbordado a las EMP dejando en un lejísimo escalón a la mala praxis.

Esta judicialización se ve potenciada por una desacertada interpretación jurisprudencial conforme a la cual se considera que el PMO constituye una referencia de mínima, en otras palabras, un piso que habilita a los jueces a considerar que corresponde dar cobertura a todo tipo de tratamientos y medicamentos, para lo cual se suele ahondar en la cita de tratados internacionales en la materia.

Y en este sentido, vale detenerse un momento en que dicen los tratados en la materia en cuanto a los recursos necesarios para garantizar las coberturas. Veamos.

Declaración Americana de los Actos y Deberes del Hombre

Art. XI. “Toda persona tiene derecho a que su salud sea preservada por medidas sanitarias y sociales, relativas a la ….  Asistencia médica …  al nivel que permitan los recursos públicos y los de la comunidad”

Pacto internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales

Art. 12: “Los Estados Partes en el presente pacto reconocen el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental”.

Al respecto, el Comité de Actos Económicos, Sociales y Culturales en su observación 14 expresa:

“El concepto de más alto nivel posible de salud … tiene en cuenta tanto las condiciones biológicas y sociológicas esenciales de la persona como los recursos con que cuenta el Estado”.

Y luego agrega: “Por ejemplo, las inversiones no deben favorecer desproporcionalmente a los servicios curativos caros que suelen ser accesibles únicamente a una fracción pequeña de la población, en detrimento de la atención primaria y preventiva de salud en beneficio de una parte mayor de la población.”

Y remata finalmente diciendo que: “La estrategia nacional en materia de salud también deberá tener en cuenta los recursos disponibles para alcanzar los objetivos fijados así como el modo más rentable de utilizar esos recursos”.

Teniendo en cuenta lo anterior, debemos aclarar nuevamente que no se trata entonces de querer negar el acceso a muchas de las prestaciones y medicamentos, incluidas o no en el PMO, sino que el problema reside en establecer a cargo de uién se pone el costo de solventarlas sin afectar a los financiadores del sistema.

El tema que estamos considerando es mucho más complejo. En las líneas precedentes solamente hemos querido llamar la atención sobre algunos aspectos fundamentales de la regulación en el sistema de salud, de modo de ponerlos en el debate. Es de esperar que en algún momento la política caiga en la cuenta de que si seguimos con el “populismo sanitario”, terminaremos poniendo en serio riesgo de subsistencia un sistema que hoy funciona razonablemente brindando prestaciones de salud a más del 70% de la población del país.



[1] Recuérdese que para la época en que fue sancionada la Constitución Nacional (1853) el principio de subsidiariedad todavía no había sido enunciado. Existe, en efecto, consenso en atribuir su primera formulación a la doctrina pontificia, inicialmente en la Encíclica Rerum Novarum de León XIII (1892), y luego de manera más explícita en la Encíclica Quadragesimo anno de Pío XI (1931), en su punto 79.

[2] Cfr., en particular, los artículos 14, 17, 19, 33, 42 y 75, incisos 18 y 19, de la Constitución Nacional.

[3] Cfr. el artículo 28 de la Constitución Nacional.

[4] Cfr. los artículos 14 y 19 de la Constitución Nacional.

[5] Artículos 14 y 17 de la Constitución Nacional.

[6] Artículo 14 de la Constitución Nacional.

[7] Idem.

[8] Artículo 42 de la Constitución Nacional.

[9] Cfr. Hill, Alice, y Abdala, Manuel Ángel; “Argentina: The sequencing of privatization and regulation”, en AA.VV. Regulations, Institutions and Commitment (Comparative Studies of Telecommunications, editado por Brian Levy y Pablo T. Spiller, Cambridge University Press, Cambridge, 1996, págs.212-213.

[10] Ver el Anexo I de la ley 23.969.

[11] Cfr. los Capítulos IX, XII, XIII y concordantes del decreto 62/1992.

[12] Cfr. el artículo 11 del Reglamento de Licencias para Servicios de Telecomunicaciones aprobado como Anexo I del decreto 764/2000.

[13] Cfr. los artículos 45 y 161 de la ley 26.522. El régimen aludido derivó en un planteo de inconstitucionalidad por parte del Grupo Clarín, que fue desestimado, en última instancia, por la Corte Suprema de Justicia de la Nación a través de la sentencia publicada en Fallos 336:1774.

[14] Cfr. el artículo 1° de la ley 27.078.

[15] Cfr. el artículo 54 de la ley 27.078.

[16] Cfr. el artículo 15 de la ley 27.078.

[17] Cfr. el artículo 48 de la ley 27.078.

[18] Cfr. el artículo 32 del decreto 267/2015.

[19] Cfr. el artículo 1° del decreto 267/2015.

[20] Cfr. el artículo 4° del decreto 690/2020.

[21] Es oportuno recordar que, en el marco del sistema de control previsto en la ley 26.122, el Senado de la Nación declaró la validez del decreto 690/2020 a través de la Resolución 95/2020.

[22] Cfr. el artículo 1° del decreto 690/2020, que incorpora el texto transcripto como artículo 15 de la ley 27.078.

[23] Cfr. el artículo 3° del decreto 690/2020, modificatorio del artículo 54 de la ley 27.078.

[24] Cfr. el artículo 48, segundo párrafo, de la ley 27.078 en la redacción dada por el decreto 690/2020.

[25] Cfr. el artículo 48, tercer párrafo, de la ley 27.078 en la redacción dada por el decreto 690/2020.

[26] Cfr. el artículo 54, último párrafo, de la ley 27.078 incorporado por el decreto 690/2020.

[27] Cfr. la Resolución 1466/2020, Resolución 27/2021, Resolución 28/2022, Resolución 203/2021, Resolución 204/2021 y Resolución 862/2021, todas ellas del ENACOM.

[28] Cfr. la Resolución 1467/2020 del ENACOM.

[29] Cfr. el artículo 42 de la Constitución Nacional.

[30] Cfr., entre otros, Piaggio, Lucas A., “Servicio público: el regreso de los muertos vivos. Análisis del DNU N° 690/2020 de calificación de la telefonía móvil como servicio público ¿sui generis?”, en RAP 508/509, págs. 104-105; y Pérez, Héctor L., “¿Una nueva era para la institución del servicio público en la Argentina? Aspectos discutibles y cuestiones que plantea la redacción del DNU 690 sobre telefonía celular, internet y televisión por cable”, en la revista Derecho Administrativo, 2020-132, TR LA LEY AR/DOC/3576/2020.

[31] Cfr. Laguna de Paz, José Carlos; Derecho administrativo económico, segunda edición ampliada, CivitasThomson Reuters, Madrid, 2019, págs. 543-545. Ver, también, Muñoz Machado, Santiago; Servicio público y mercado, Tomo I, Civitas, Madrid, 1998, págs. 319-324.

[32] Somos conscientes de que, en nuestro país, se registran antecedentes normativos que apelan a la figura del servicio universal en el marco de actividades sujetas a un régimen de servicio público. Así ha ocurrido en el servicio de agua potable y cloacas (ver el punto 2.2 del Anexo I del decreto 1167/1997); y también en el campo de la telefonía (ver el decreto 558/2008). Tales precedentes, propios de nuestra práctica regulatoria local, son fruto -a nuestro parecer- de la misma confusión conceptual, y no restan, por tanto, sustento a la crítica que dirigimos a este aspecto del DNU 690/20.

[33] Cfr. la resolución dictada el 30 de abril de 2021 por la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal, en la causa “Telecom Argentina S.A. c/ EN- ENACOM y otro s/ medida cautelar (autónoma)”, mediante la cual hizo lugar a la medida cautelar suspensiva del decreto 690/2020 solicitada por la actora. El uso del Fondo del Servicio Universal puede resultar, en efecto, un instrumento idóneo para subsidiar la oferta o la demanda allí donde el mercado no alcance para dar satisfacción a las necesidades en juego.

[34] Recuérdese que la delegación de facultades legislativas sólo procede “con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca” (cfr. artículo 76 de la Constitución Nacional).