Reflexiones

Nota del Director



Una de las tendencias más preocupantes es el éxodo de argentinos hacia otros países, en especial Uruguay. No se trata solo de empresarios y personas de supuesta fortuna. Las estadísticas uruguayas mencionan más de veinte mil argentinos durante el último año buscando una mejor vida en la vecina orilla.  Pero, son muchos más los argentinos que emigran a otros destinos.

Lo más grave consiste en que un gran porcentaje de esos argentinos son jóvenes profesionales de entre 25 y 40 años en busca de mejores oportunidades y certeza. Esto significa una sangría de capital humano de impacto de largo plazo, pues representa talento que deja el país posiblemente para siempre o al menos durante sus años profesionales y de creatividad más fructíferos.

Las razones para ello son obvias y están directamente asociadas a la larga y persistente decadencia de la Argentina durante muchas décadas, en donde con escasas excepciones, se ha ido profundizando el deterioro institucional, la seguridad física y jurídica, la economía y el nivel de ingresos, el desempleo, y las faltas de certeza.

No obstante esta tendencia prexistente, los acontecimientos del último año han sido demoledores sobre las expectativas de bienestar, tranquilidad y certezas de los argentinos.

Hace un año asumía un nuevo gobierno con promesas de terminar con la “grieta” y gobernar para todos los argentinos. Desafortunadamente, el balance en esta materia, al igual que otros es muy negativo. La agenda del actual gobierno ha estado y continúa estando notoriamente signado por las preocupaciones de la vicepresidente en neutralizar sus causas judiciales y las de otros exfuncionarios y allegados. Progresivamente asistimos a la aprobación de leyes y presentación de nuevos proyectos legislativos y otras acciones políticas que procuran colocar al Poder Judicial y el Procurador General de la Nación bajo el control político del Poder Ejecutivo.

El impacto sobre la calidad institucional es gravísimo. De prosperar la eliminación de la mayoría agravada para designar el Procurador General de la Nación, su resultado previsible será la posibilidad de manejo político del Ministerio Público en un sistema acusatorio en el que los fiscales son los “dueños” de la acción penal. Ello significará consagrar la impunidad por vía de desistir de las acciones penales en las causas más notorias de corrupción o dejar de apelar decisiones judiciales condescendiente o políticamente influenciadas. El mensaje es unívoco: la corrupción no tendrá sanción, lo que implica una abierta invitación a continuar con la distorsionada visión de que hacer política se ha convertido para muchos (quizás la mayoría) en un “gran negocio” y fuente de riqueza personal.

La reforma judicial que se impulsa desde sectores de oficialismo, augura menos independencia y profesionalismo de los jueces, más demoras por problemas de organización, que a la postre no solucionará ninguno de los problemas existentes de la justicia y creará nuevos.

Este panorama desalentador, ha tenido otras pruebas concretas acerca de las consecuencias de la politización de la justicia como el caso del traslado de los tres jueces federales que dio lugar al fallo de la Corte Suprema en que ésta contradijo abiertamente sus opiniones anteriores, creando una peligrosa plataforma que previsiblemente afectará la estabilidad de muchos jueces en situación análoga a los mencionados tres jueces, y por ende en sus posibilidades de mantener su independencia frente al poder político. A ello se agrega la designación de jueces abiertamente “militantes” a cargo de importantes juzgados con competencia electoral.

Este debilitamiento persistente en nuestras instituciones repercute directamente en la calidad de vida de los argentinos. Tiene un innegable impacto en la seguridad jurídica y en el clima de inversiones, pues transmite un preocupante mensaje de quiebre del Estado de Derecho. También impacta en la economía y lo social por vía de no poner límites a la corrupción que, a la par de drenar los recursos públicos en detrimento de inversiones productivas o desarrollo social, educativo o de salud, genera sobrecostos que tornar aún menos competitivo al país.  La situación también incide en la seguridad física de los ciudadanos que a diario sufren desprotección frente a una justicia lenta e ineficiente, cuando no políticamente influenciable, y un Estado que falla notoriamente en su obligación primaria más esencial.

La grave situación económica y la ausencia de planes de gobierno en la materia y de perspectivas en el corto y mediano plazo, también favorecen el éxodo de los argentinos. Por supuesto, la pandemia contribuyó a agravar los problemas existentes. Pero no es menos cierto que el Gobierno decidió sacrificar la economía en aras de supuestamente salvar vidas, y no obstante ello, la Argentina se encuentra entre los primeros puestos mundiales de muertes por COVID-19 sea que se la mida en números absolutos de fallecidos o de muertes por millón de habitantes. También es paradójico que se prevé para el 2020 una caída del PBI de 12%, el doble que Brasil y Chile y el triple de Paraguay y Uruguay. Y en cuanto a los índices de pobreza, la Argentina se acerca a tener a la mitad de su población en una situación de pobreza. No es que no exista pobreza en otras partes del mundo, pero salvo excepciones, la población debajo de la línea de pobreza se ha reducido en los últimos 20 años. Sin embargo, en la Argentina los índices de pobreza crecieron durante ese mismo período. Asimismo, según la CEPAL el índice GINI que mide la desigualdad caerá más del 6 % en nuestro país, lo que constituye el peor resultado en la región junto a los de Ecuador y Perú.

Además, el modo en que se organizó la respuesta a la pandemia tuvo otros costos institucionales. Con frecuencia las provincias y municipios tomaron medidas aisladas convirtiéndose en “feudos” con total desconocimiento de la libertad de circulación que garantiza nuestra Constitución Nacional. La lista de abusos que llenan la tapa de los medios, son ilustrativos de ejemplos de intolerable inhumanidad de las autoridades ante casos de dramática urgencia y necesidad. Ello, constituye una mácula seria en materia de respeto de los derechos humanos más elementales.

En este contexto, no debería sorprender entonces la salida de argentinos de nuestro país que las autoridades insisten en subestimar. Más aún, si a ello se agrega la incertidumbre creada por las erráticas (o ausencia) políticas oficiales que previsiblemente han derivado en la huida de la moneda argentina, la escalada del tipo de cambio, los cepos cambiarios y múltiples tipos de cambio que derivan en demoras y subfacturación de exportaciones y adelantamiento y sobrefacturación de importaciones. Tampoco puede sorprender que ello impida la recuperación económica y un impulso exportador o cause faltantes de insumos esenciales y medicamentos; y que a la postre también incida en el ánimo de quienes no ven otra alternativa que emigrar.

La voracidad fiscal de un Estado que se resiste a reducir su gasto político deriva en una carga tributaria que, a la par de agobiar al sector privado, resta competitividad a la economía argentina. Desde que asumió el nuevo Gobierno hace un año se crearon o aumentaron 14 impuestos nacionales. El llamado nuevo impuesto a la riqueza, de aprobarse, agravaría la falta de aliciente y el éxodo de empresarios y capitales. No solo obligará a muchos a vender activos productivos para pagar el impuesto, sino que envía señales muy negativas para la actividad económica. Por una parte, la superposición de impuestos nacionales en un mismo año sobre los mismos activos sumada a la confiscatoriedad del tributo, confirman el desprecio hacia las garantías constitucionales y la ausencia de Estado de Derecho. Por otra parte, se reincide en la modificación de las reglas de juego en detrimento de la previsibilidad que necesita cualquier inversión. Nuevamente, no deberíamos sorprendernos por los resultados.

A esta altura es ineludible preguntarse si este estado de situación y las perspectivas de futuro pueden modificarse. No deberíamos asumir que pesa sobre la Argentina un determinismo inexorable al fracaso no obstante la trayectoria de varias décadas. Pero se necesita un cambio fundamental de actitud.

En primer lugar, el país necesita políticas de estado en cuestiones fundamentales como la calidad institucional, independencia de la justicia, ética y transparencia, estructura del Estado, inflación, desempleo, sistema previsional, orientación exportadora. Y también sobre cuestiones difíciles como políticas tributarias y solvencia fiscal, pues un Estado casi siempre al borde del desfinanciamiento será propenso a apropiarse de recursos de cualquier manera, como lo ha venido haciendo, lo que obviamente genera desconfianza y aleja inversiones.

Ciertamente son desafíos enormes, y la única manera de lograrlo es comenzar a priorizar el largo plazo por sobre el corto plazo y las urgencias electorales del gobierno de turno o las ventajas o los intereses personales o partidarios. También con un diálogo donde todos los participantes estén dispuestos a escuchar otras posiciones antes que vociferar las propias, y en el que deje de descalificarse y procurar la destrucción o eliminación del adversario político.

Ello implica un enorme cambio cultural.  Y ese cambio solo posiblemente suceda cuando se comprenda que el país no logrará superar sus fracasos en tanto persista en una actitud de confrontación permanente en donde unos y otros se obstaculizan y neutralizan, y la Argentina continúa deslizándose en su decadencia.

El Director